Tenía pensado hablarles hoy de lo que anuncia el título y así lo haré. Pero entre el propósito y su concreción se ha cruzado Vox. No sé si Vox Baleares o Vox a secas, dado que lo ocurrido estos últimos días en el archipiélago se inscribe al parecer en una crisis mucho más general. Sea como sea, les recuerdo que en Baleares gobierna el PP en solitario gracias a un acuerdo de legislatura suscrito con Vox. Un acuerdo holgado, de amplia base parlamentaria: 34 diputados –25 del PP, 1 de Sa Unió formenterense y 8 de Vox– sobre 59. Desde entonces ha habido un diputado de Vox que ha pasado a la condición de no adscrito y se espera para hoy mismo que otros dos –el presidente del Parlamento y la presidenta del partido en Baleares– adquieran la misma condición, al haber sido expulsados del grupo parlamentario, que queda así reducido a cinco miembros. Pese a ello, todo indica que la mayoría parlamentaria que sostiene al gobierno presidido por Marga Prohens no peligra. El club de los cinco reivindica –al margen de reclamar una mayor autonomía con respecto a la dirección nacional, causa última de su desencuentro con la cúpula balear del partido y, en definitiva, de la expulsión de sus dos compañeros de filas parlamentarias– el trabajo hecho y el cumplimiento o puesta en marcha de cerca del 40% de los 110 puntos del acuerdo programático suscrito con el PP.
Y aquí es donde aparece la lengua. O sea, las lenguas. Si en algo incidió Vox en la campaña electoral y en el propio pacto con los populares fue en la cuestión lingüística. Dos legislaturas de gobiernos de coalición de izquierda y nacionalista presididos por la resiliente Francina Armengol habían dejado la administración pública, y en particular la educativa, como un predio del catalanismo. La lengua oficial del Estado había sido barrida poco a poco con el visto bueno del Gobierno central, que no ejercía la autoridad que le otorgaban la Constitución y las leyes y sentencias que de ella emanaban, ya por calculada retracción –el PP de Rajoy–, ya por convicción manifiesta –el PSOE de Sánchez y demás convictos de deslealtad con el Estado al que se supone que representan–. Vox llegaba, pues, a las instituciones y a los gobiernos de aquellas comunidades autónomas con lengua cooficial –el caso de Baleares y el de la Comunidad Valenciana, respectivamente– con el compromiso de devolver a los ciudadanos esa igualdad de derechos reflejada en el libre uso de las lenguas cooficiales en el ámbito público e institucional y, en concreto, de aquella que, antes que cooficial, sigue siendo la única oficial del Estado.
Por más que de las 110 medidas acordadas entre PP y Vox se hayan cumplido o estén en trámite, según afirman unos y otros, cerca del 40%, no todas tienen el mismo valor. Para Vox sobre todo, y para sus votantes. Las concernientes al uso del español, y en especial del español en el ámbito educativo, destacan sin duda alguna sobre el resto. No es, por tanto, causalidad que en las dos crisis que han afectado hasta la fecha a la formación –la de noviembre cuando la negociación de los presupuestos, que terminó con la deserción de un diputado y su asunción de la condición de no adscrito, y la de ahora, con la expulsión de otros dos miembros del grupo parlamentario– la cuestión lingüística haya estado presente. Y ahí es donde entra el PP. Sin querer, claro. Mejor dicho, como quien no quiere la cosa –lo que no implica que esté exento de culpa o responsabilidad–. Y contando, en apariencia, con la comprensión del club de los cinco que ahora capitanea el buque parlamentario de Vox en Baleares.
Lo acordado en su momento entre PP y Vox era la libre elección de lengua en la enseñanza. Es decir, la garantía de su aplicación a lo largo de las distintas etapas. Por supuesto, no de golpe –el curso actual ya estaba diseñado cuando el nuevo gobierno autonómico tomó posesión– ni en todas las etapas a la vez, dada la complejidad de la operación. Por de pronto, la Consejería de Educación se ha comprometido a introducir la libre elección de lengua en el próximo curso en la primera escolarización y a hacer público –el 8 de febrero, en principio– un plan piloto voluntario que debe implantarse el curso siguiente, es decir, el 2025-26, en el resto de los niveles y a gusto del consumidor. Y ahí viene el problema. El consumidor no es en verdad el alumno o su familia, sino el centro donde está escolarizado y quienes lo dirigen. O sea, un intermediario que se erige en mediador entre la administración y el ciudadano. Y ese mediador se comporta con arreglo a un proyecto de centro que incluye un llamado “proyecto lingüístico”. Según un estudio realizado por la asociación de profesores Plis. Educación, por favor –integrante hoy de Escuela de Todos– y publicado en mayo de 2020, la inmensa mayoría de los centros de infantil y primaria de Baleares no prevén en sus proyectos lingüísticos que el castellano sea lengua vehicular, sino todo lo contrario, esto es, que sólo lo sea el catalán. Y es de suponer que si a día de hoy esa proporción ha variado, habrá sido al alza, intensificando aún más el modelo de inmersión lingüística.
Así, y por plan piloto que se implante, resulta difícil imaginar que este resulte eficaz, si por eficaz entendemos que vaya a garantizar el derecho de los alumnos y familiares a la libre elección de lengua. El consejero de Educación –al que la indecente jauría soberanista dispensó no hace mucho en un instituto de Inca, a modo de aviso y amenaza, un recibimiento que no olvidará– tal vez aclare en su comparecencia de la próxima semana cómo va a enfrentarse a esta situación. De momento, los requerimientos de la familia de un alumno de un centro de Calvià reclamando a la Consejería del ramo que su hijo pueda estudiar también en castellano –reclamación amparada en la jurisprudencia del Tribunal Supremo y la doctrina del Constitucional– han recibido la misma respuesta que ya habían recibido por parte del Gobierno de Francina Armengol. Si estos padres quieren ir más lejos, deberán actuar como lo hicieron otros con el gobierno anterior. O sea, denunciando a la actual Consejería ante el Tribunal Superior de Justicia de Baleares, lo que conllevará para los damnificados un gasto considerable en abogados y procuradores. Y luego, claro, les convendrá tomárselo con calma, cruzar los dedos y confiar en que algún día la Justicia les haga justicia.