Quienes vamos camino de eso que antes llamaban “una edad venerable” –y digo antes, porque hoy en día lo que se venera no son los muchos años acarreados, sino los pocos que se tienen– contamos a veces con más de una casa. Una en la ciudad y otra en el campo, por lo general. Si encima nos gusta leer, resulta que además de años acarreamos libros. Y ello plantea, claro, un problema. Nuestra biblioteca queda irremediablemente partida en dos. Y por aquello de la ley de Murphy, aun sin tostada de por medio, el libro que necesitamos consultar o quisiéramos releer está siempre en la casa donde nosotros no estamos. Se me dirá que la edición electrónica puede paliar hoy el problema, en la medida en que los libros ya no tienen por qué hallarse en un domicilio concreto, sino que viajan con sus dueños. Ciertamente. Pero la gran mayoría de los volúmenes almacenados por quienes se acercan ya a la vejez son en formato papel y algunos llevan incluso en sus páginas señales o apuntes, por lo que sus propietarios no podrían sustituirlos por ediciones electrónicas, de haberlas, sin sufrir perjuicio. Y está luego, en fin, lo más importante: son muchos aún los que prefieren el papel a la pantalla cuando se trata de un libro. Y, entre ellos, no pocos a los que todavía les queda para alcanzar una edad venerable. Con todo, yo tengo un amigo que parece haber dado con la solución: adquiere el libro en formato digital y si, una vez leído, lo considera digno de figurar en su biblioteca y ser releído o consultado en el futuro, lo compra también en formato papel. A partir de ahí, el lugar donde guarde el volumen pierde si no del todo, sí en gran parte su importancia.
Le oí hace años al editor Jaume Vallcorba sostener, en presencia de Mauricio Wiesenthal, que en las bibliotecas particulares los libros conversan entre sí. De ahí la importancia de cómo se coloquen. Y de ahí también, por supuesto, la trascendencia de su dispersión en distintos domicilios. Habrán visto, seguro, más de una vez en revistas o suplementos culturales secciones tituladas “La biblioteca de…” y a continuación el nombre del escritor, todo ello acompañado de una preciosa foto en la que no hay pared exenta de libros ni a menudo mesa o asiento en los que no se amontonen. El otro día reparé en una de la revista El Ciervo titulada precisamente “La biblioteca de…” y dedicada en el número actual (enero-febrero de 2024) a Carles Casajoana. Aquí no había otra ilustración que el retrato del propio escritor, autor a la vez del texto que daba cuerpo a la sección. Casajoana, aparte de la condición de ensayista y novelista, reúne la de diplomático. Y también la de político, puesto que durante la primera legislatura de gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero trabajó –así consta en Wikipedia– como director del Departamento de Política Internacional y de Seguridad del Gabinete de la Presidencia del Gobierno y como embajador representante de España en el Comité de Política y de Seguridad de la Unión Europea.
No es difícil intuir, por tanto, que la dispersión de sus libros será aún mayor que la del resto, dado que a la derivada de las dos residencias que posee en España hay que sumarle la que le ocasiona el oficio de embajador con sus moradas provisorias –entre otras, la de ahora en Atenas, y en tiempos de Rodríguez Zapatero, la de Londres–. Lo que no impide que, según sus propias palabras, “quien pudiera verlos en conjunto probablemente resaltaría algunos nombres, por el espacio que ocupan”. Y en la lista que ofrece, junto a autores como Pla, Vargas Llosa, Baroja, Monzó, Updike, Barnes, Echenoz o Kapuscinski, figura Fernando Savater. Ninguno de ellos tiene acotación alguna junto al nombre –entendida aquí acotación como limitación y también como apostilla–, excepto este último. Y el apunte, entre guiones, dice así: “de antes de que sucumbiera como víctima intelectual del terrorismo etarra”.
¡Cuánta ignominia contenida en unas pocas palabras! ¡Cuánta repugnancia deberían producir en cualquier demócrata! ¡Cuánta vergüenza ajena no generan viniendo como vienen de un embajador de España! Que su publicación coincida, aunque no sea a propósito, con la conmemoración del cuarto de siglo de la fundación de ¡Basta ya! no hace sino subrayar aún más la obscena catadura moral de su autor.