Comprendo las razones por las que la Asociación Raíces considera una “vergüenza” y un “auténtico escándalo” la resolución judicial de la Audiencia Provincial de Barcelona por la que se archiva la querella interpuesta por dicha asociación contra la Dirección General de Memoria Democrática de la Generalidad de Cataluña. Cómo no voy a comprenderlas si dicha resolución da el carpetazo definitivo a una reclamación moralmente justa y reparadora relacionada con las víctimas de la represión durante la guerra civil. Marcos Ondarra ha venido contando aquí mismo, paso a paso, el empeño de Raíces por incluir entre las actuaciones de la mencionada dirección general la relativa a la exhumación de la fosa común del cementerio de Montcada, donde yacen los restos de cerca de 700 víctimas de la represión en la retaguardia republicana, ejecutadas entre julio de 1936 y abril de 1937 por patrullas de la CNT-FAI. Tras acceder a incorporar la petición a la lista de actuaciones previstas en septiembre de 2020, el organismo de la Generalidad reconoció en julio de 2022 que no estaba entre sus previsiones iniciar exhumación alguna en el cementerio de Montcada, lo que motivó la presentación de una querella criminal por parte de la asociación memorialística contra la dirección general que dos años antes se había comprometido a llevarla a cabo. Es esta querella la que ahora ha archivado la Audiencia Provincial de Barcelona, dando por cerrado el asunto.
Y del mismo modo que comprendo las razones de Raíces, comprendo las esgrimidas por la Audiencia para actuar como lo ha hecho. Son de orden puramente legal y nada tienen que ver, en este caso, con la moral y la justicia. Según el auto, de acuerdo con el marco legal existe “una preferencia respecto a las víctimas que lo fueron por ser contrarias al régimen instaurado con el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y la posterior dictadura”. Sin duda. Basta leer el tercer apartado del “Preámbulo” de la Ley de Memoria Democrática aprobada en octubre de 2022 por nuestras Cortes Generales para apreciarlo. En él se contraponen las políticas de memoria totalitaria del franquismo a las de memoria democrática desarrolladas por la democracia. En ambos casos se trata, sostiene el texto, de “la construcción de una memoria común”. Ocurre, sin embargo, que de la redacción se deduce que, así como la totalitaria fue cosa de los vencedores, o sea, del régimen franquista, lo cual es indiscutible, la democrática, atendiendo a un principio de compensación, tiene que ser cosa de los herederos ideológicos de las víctimas de entonces. O sea, una memoria común ma non troppo, construida en el mejor de los casos conforme a una jerarquía que no estaba en modo alguno en los cimientos de nuestra transición a la democracia. De ahí, en definitiva, la preferencia en que se basa la resolución judicial y que permite dejar sin un entierro digno a cuantos continúan yaciendo en la fosa común del cementerio de Moncada, y a sus familiares, sin el duelo al que tienen derecho.
El propio “Preámbulo” atribuye el movimiento que desembocó en 2007 en la ley antecesora de la actual –la conocida como de Memoria Histórica– a lo que llama la generación de los nietos. Ignoro desde cuándo se usa dicha denominación y si debe su nombre a la reivindicación que hiciera el expresidente Rodríguez Zapatero de su propio abuelo, el capitán Rodríguez Lozano, fusilado a mediados de agosto de 1936 por negarse a secundar la rebelión militar. Pero está claro que con aquella ley, recauchutada hace un par de años con la de Memoria Democrática, esos nietos lograron su objetivo, que no era ni sigue siendo otro que el de jerarquizar las víctimas de aquella guerra fratricida, vinculando a un tiempo la condición de demócratas a todas las de un solo bando y negándosela a todas las del otro.
Yo también, al igual que Rodríguez Zapatero, soy nieto de asesinado en la guerra civil. Sólo que ni la ley de 2007 ni la de 2022 van conmigo. Porque a mi abuelo, que era el presidente de la CEDA en Gerona, le dieron muerte unos anarquistas del comité de Orriols una madrugada de noviembre de 1936 –junto a otros ciudadanos cuyo único delito era ser partidarios, como él, de la ley y el orden– tras sacarlo a la fuerza de la celda que ocupaba en la prisión provincial. Terminada la contienda, el régimen franquista lo incluyó entre las víctimas de aquella Cruzada en la que nunca participó, por lo que recibió las honras correspondientes. Pero tanto a mí como a muchísimos nietos más de aquellas víctimas, sin distinción de bandos –a los que vienen a sumarse ya hoy en día los biznietos–, sólo nos sirve un reconocimiento común, el que creíamos haber alcanzado gracias a la política de reconciliación emprendida durante la Transición. ¡Qué ilusos fuimos!