Ayer por la mañana, nada más levantarme, me di un paseo por El País. Habían despedido a Fernando Savater sin previo aviso, después de casi medio siglo de servicio, y me pareció que la ocasión bien merecía, si no un monumento, sí al menos una lápida. Vana ilusión. Savater habrá desaparecido de las páginas del que fue su periódico sin que este le rinda honores. Llegará el sábado y su columna de la contraportada tendrá otro dueño –aunque lo más probable, por aquello de las cuotas, es que sea una dueña–. A propósito, no deja de resultar curioso que a Savater lo hayan echado por decir lo que piensa y no pararse en barras ni siquiera en sus críticas al propio periódico y, sin embargo, en la edición de anteayer de El País –o sea, del mismo día de autos– la columna homóloga a la suya, firmada como todos los lunes por el insigne poeta que dirige el Instituto Cervantes, finalizara con una loa a la libertad de expresión y a la ética del país –en redonda y minúsculas, eso sí–: “Una cosa es el bullicio en el móvil y otra la ética de un país que supo conquistar una democracia, vencer el terrorismo, detener las dinámicas de corrupción política y defender la libertad de expresión frente a los nuevos brotes de censura. Este país sabe muy bien diferenciar la libertad de expresión de la mezquindad, el juego sucio, los infundios, las manipulaciones y los mercantilismos de la mentira. Dicho queda”.
Pues no. Ni este país sabe diferenciarlo –no existe mayor falacia populista que la apelación al pueblo, al colectivo, como argumento de autoridad–, ni por supuesto este País, a juzgar por como el diario lleva años sosteniendo y mimetizando las políticas gubernamentales y renunciando, por tanto, a ejercer el desapego crítico que cabe esperar de un medio de comunicación. Baste constatar la presencia periódica del director del Cervantes en sus columnas para corroborar esa interdependencia entre la línea editorial y los contenidos del diario, de un lado, y las directrices del Gobierno, de otro. Quizá en eso consista, al fin y al cabo, el carácter “global” de que presume el periódico en aquella parte de su portada donde hace años presumía de su independencia.
El recorrido de ayer por sus páginas me llevó a detenerme, tras lograr superar, no sin dificultades, el artículo del catedrático Sánchez-Cuenca, uno de los intelectuales de cabecera del periódico, en una noticia singular. La había precedido el anuncio de Pedro Sánchez el domingo de un plan de refuerzo de la comprensión lectora y el aprendizaje de las matemáticas como “un gran impulso educativo y de país”. (Por cierto, está visto que con el tiempo y las malas compañías todo se pega: si no ando equivocado, el primero en utilizar este “de país” para aludir a una política de construcción nacional fue Jordi Pujol, y hace de ello ya medio siglo, si no más. Que ahora el PSOE se lo apropie y convierta “Impulso de país” en su lema de campaña podría dar a entender que el principal partido del Gobierno ha dado un giro espectacular y apuesta ahora por reforzar la cohesión y la unidad territorial mediante una política similar a la del nacionalismo, pero aplicada al conjunto de la Nación. Nada más falso, claro, un puro trampantojo sanchista, como tantos ha habido y habrá.)
El caso es que la noticia en cuestión, “Los maestros de primaria recibirán formación didáctica y matemática”, detallaba algunos aspectos del plan. Y, entre otros, que “los docentes de ESO de la asignatura –en su mayoría licenciados en Matemáticas y Física– aprenderán trucos para hacer más atractivas y comprensibles las clases de esta materia”. Ya ven, hemos llegado al punto en que los licenciados tienen que aprender trucos para impartir la materia. Ignoro si el término era de la periodista que firmaba la pieza o si provenía de un portavoz del Ministerio de la maestra Alegría. Sea como sea, he aquí la didáctica trocada en un conjunto de juegos de magia. Y el pobre profesor, rendido de grado o por fuerza a las bondades del aprendizaje socioafectivo de la ley Celaá. Los pedagogos que rigen los destinos de la educación en España han llegado a la conclusión de que la culpa del birrioso rendimiento de nuestros jóvenes en las pruebas PISA, y en particular en la de Matemáticas, la tiene la ansiedad que padecen, lo que al parecer les bloquea e impide que saquen lo mejor de sí mismos. Lo que no entiendo, francamente, es por qué pretenden convertir la clase en un circo, con el perjuicio que vaya a ocasionar semejante medida a quienes no requieren de truco alguno para aprender la materia, en vez de recetar, a los que sí precisan de algún socorro, un simple ansiolítico.