Vayamos por partes. Primero, la relación. Es cierto que de mis palabras se deducía que esa relación de causa a efecto existe. Pero el sujeto causal no era tanto la inmersión lingüística como el modelo de inmersión lingüística. O sea, no tanto el método de aprendizaje en sí como el modelo educativo resultante. Entre otras razones, porque en este modelo, hegemónico en la escuela pública balear, la inmersión en catalán no puede disociarse de los principios de renovación pedagógica encarnados en la Logse y la Loe. Quiero decir que forma con ellos un todo y es ese todo —unido a otros factores, por supuesto, de orden cultural y socioeconómico— lo que ha dado los resultados que sitúan a Baleares en tan penoso lugar en la ya impresentable clasificación internacional española. En otras palabras: la inmersión lingüística no tiene en sí misma nada de malo. Si Aguiló cita la generación de sus padres, que hablaba catalán en casa y a la que los curas educaban en castellano, como ejemplo de inmersión cuyos frutos están a la vista —su padre llegó a alcalde de Palma, como él mismo recuerda en su artículo—, yo podría citar la mía, que no debe de hallarse muy lejos en el tiempo de aquella. Yo también fui una víctima feliz de la inmersión. Estudié en el Liceo Francés de Barcelona, donde toda la enseñanza primaria se hacía a la fuerza en la lengua de Napoleón, y no renunciaría por nada del mundo al poso que esa educación me dejó. Y, al igual que yo, supongo que la gran mayoría de quienes compartieron pupitre conmigo, entre los que figura, por cierto, el actual presidente de la Generalitat. Pero ello no obsta para que la inmersión que se practica hoy en día en Baleares o en Cataluña —o en Galicia y el País Vasco, donde el modelo también prospera— me parezca una barbaridad. Para empezar, por su carácter obligatorio —en este sentido, igual, exactamente igual, que durante el franquismo—. Luego, porque no supone pasar de una lengua de alcance más o menos limitado a otra de uso internacional, como ocurría hace medio siglo con el catalán con respecto al castellano o al francés, sino justamente lo contrario, con lo que tiene de absurda renuncia e inútil sacrificio. Y, en fin, porque, tal y como han demostrado los estudios más solventes —y resulta muy recomendable, al respecto, la lectura del libro de Mercè Vilarrubias Sumar y no restar—, a los alumnos con serias dificultades de aprendizaje sólo les falta tener que enfrentarse encima con una enseñanza en un idioma que no es ni siquiera el que están acostumbrados a oír en casa.
Lo que no quita, claro, que yo pueda estar hasta cierto punto contaminado por la ideología nacionalista, como afirma Aguiló. «Tot lo dolent s’aplega», dicen los mallorquines. Y me temo que dicen bien.