Yo tengo en buena estima al ministro Wert. Cuanto más se meten con él por lo que hace o dice, más le aprecio. Por supuesto, ello no impide que pueda estar en desacuerdo con algunas de las medidas que ha tomado o con algunas de las opiniones que ha expresado. Pero esa animadversión que suscita entre sus adversarios ideológicos e incluso entre bastantes de sus teóricos correligionarios —animadversión debida, a mi entender, a su locuacidad y a esa extraña costumbre, tan impropia de la clase política, de decir lo que piensa sin dejar de pensar lo que dice—, lejos de refrenar mis simpatías, las acrecienta. Y no digamos ya si quien le increpa es la tropa de congresistas, senadores y diputados autonómicos catalanes en marcha hacia la independencia, y no sólo educativa.

Dicho lo cual, se entenderá que deplore el anuncio de la suspensión del acto de apertura del curso académico 2013-2014 que debía celebrarse el próximo lunes en la Universidad de Zaragoza con la asistencia del Príncipe de Asturias y del propio ministro Wert. Y que no sólo lo deplore, sino que lo encuentre intolerable. Según el rector Manuel López, la decisión obedece a «la certidumbre de que algunas alteraciones dentro del acto podrían repercutir en la marcha normal del mismo». Por supuesto, no es la presencia del heredero de la Corona lo que habrá excitado los ánimos del personal universitario presto a armar la gorda; o no especialmente, al menos. Es la del señor ministro, al que ya han recibido con análogo cariño en otros recintos docentes, universitarios o no. Asegura Manuel López que los posibles alborotadores figuran entre los invitados al acto, por lo que de nada serviría incrementar la vigilancia en el exterior del edificio. ¿Y a qué espera, pues, para identificarlos, retirarles la invitación y abrirles, si procede, un expediente? Cualquier cosa con tal de celebrar lo que estaba programado. No, rector, su postura es deleznable. Comportamientos como el suyo han convertido la enseñanza pública en un coto vedado donde se practica la caza mayor con la aquiescencia o el silencio cómplice de las propias autoridades académicas —llámense directores de institutos o rectores de universidad—, deseosas de no contrariar a quienes, al cabo, les han puesto con sus votos allí donde están. Y así le va al país.

No, rector

    20 de septiembre de 2013