Siempre me han fascinado esos electores que proclaman que toda la vida han votado a un mismo partido y que lo seguirán haciendo hasta la muerte –se entiende que la suya, pues no les entra en la cabeza que el partido pueda desaparecer algún día–. Constituyen, sin duda alguna, un ejemplo de fidelidad perruna a unas siglas, de obediencia marcial a una bandera, de creencia hipnótica en las bondades de una determinada fuerza política. Aunque al comienzo la marca se confundiera con la ideología que había detrás, andando el tiempo esta última se iba debilitando en el imaginario del elector, hasta extinguirse. “Yo siempre he votado al PSOE –o a AP/PP o al PCE/IU–, y siempre lo haré”, te decían esos benditos, y por más que les opusieras algún reparo –como la corrupción que manchaba a sus dirigentes, pongamos por caso, o la falta de democracia interna en la formación, o la nefasta gestión llevada a cabo desde un gobierno concreto en los últimos años–, ellos seguían en sus trece. Jamás votarían al vecino de enfrente. Ni siquiera al de al lado.
Esa conducta se ha dado hasta hoy, como es natural, en votantes de los viejos partidos, los que ya existían durante la Transición aun cuando las siglas hayan podido mudar como consecuencia de refundaciones o ensanchamientos. Los de los nuevos, en cambio, no han dispuesto de tiempo suficiente ni parece que vayan a disponer de él, a juzgar por los resultados de las elecciones andaluzas. Claro que aquí hay que distinguir entre los fieles de Podemos y los de Ciudadanos. Así como los primeros pueden considerarse hasta cierto punto como pertenecientes al último círculo de un espacio político que sigue teniendo al PCE como núcleo irradiador, los segundos no. De ahí que Ciudadanos ya no pueda aspirar, vistos los sucesivos batacazos en las urnas, a contar algún día con un colchón electoral semejante. Y ello a pesar de las declaraciones de algunos intelectuales de fuste que han asegurado, y hasta reiterado, que les van a votar hasta el fin de los tiempos. Habrá que ver, en todo caso, si por entonces el partido continúa existiendo.
Y es que la pendiente por la que se desliza es cada vez más abrupta y la caída más acelerada, hasta el punto de que no son pocos quienes afirman que le quedan, a lo sumo, dos telediarios: el de las autonómicas y locales de mayo de 2023 y, siempre y cuando aquí no acabe todo, el de las generales de finales de 2023 o comienzos de 2024. No creo que merezca la pena recordar, por sabidas, las distintas estaciones del calvario electoral, desde las generales de noviembre de 2019 hasta las andaluzas del pasado domingo. Ni los errores de bulto cometidos por la dirección del partido para intentar frenar la hemorragia, empezando por el apoyo a los estados de alarma en el Congreso a cambio de no se sabe qué prebendas o promesas, siguiendo por las mociones de censura de Murcia y Madrid, y terminando por la incapacidad manifiesta durante todo este periodo para aceptar la realidad y, por tanto, encajar las críticas y hacer propósito de enmienda.
Parece que ahora, por fin, la propia presidenta del partido está dispuesta a tocar con los pies en el suelo y, aparte de alguna que otra operación cosmética como la del cambio de nombre del partido, poner incluso su cargo a disposición de los afiliados en lo que se intuye que puede ser una suerte de plebiscito sobre su persona y sus políticas. Ya se verá. En todo caso, de poco va a servir, me temo. A todo tirar, para prolongar aún más la agonía. Algún dirigente ha dicho estos días, acaso para darse ánimos e intentar marcar territorio, que el espacio existe. Se refería al centro político y no le faltaba razón. El problema es que los españoles han entendido que ese espacio ya tiene dueño. Por lo menos a día de hoy. Y ese dueño no es otro que el Partido Popular.
Un partido político sólo sobrevive si es útil. Mejor dicho, si los electores entienden que es útil. No ocurre ya en el caso de Ciudadanos. Esa utilidad sí fue percibida y valorada en sus inicios. En Cataluña y en el resto de España. Cs tuvo entonces el inmenso mérito –secundado al poco por otro recién nacido, UPyD– de plantar cara al nacionalismo, de denunciar su corrupción y de llamar a combatirlo políticamente. También propuso reformas, cuando empezó a expandirse en el conjunto de España, que sólo UPyD se había atrevido en parte a proponer. Pero todo eso, insisto, vale lo que valió –y no es poco–. Hoy la presencia de Ciudadanos en la arena política constituye más bien un estorbo, en la medida en que la máxima prioridad de todos los españoles sensatos es en estos momentos acabar en las urnas con cuantos gobiernos han hecho en los últimos años lo imposible para destruir el tejido social y económico de este país y la concordia entre sus ciudadanos, empezando por el propio Gobierno de España. Y, para lograrlo, la concentración del voto de centroderecha constituye una condición necesaria, la única por la que hoy vale la pena luchar. Tiempo habrá, cuando los que están gobernando ya no estén, para reiniciar el debate sobre ese centro tan preciado.