Nunca se ponderará lo suficiente la sentencia del Tribunal Constitucional de julio de 2010 sobre la reforma de 2006 del Estatuto de Autonomía de Cataluña en respuesta al recurso de inconstitucionalidad presentado por el Partido Popular. Por un lado, en lo que atañe a la pretensión estatutaria de atribuir a la lengua catalana la condición de “preferente” en el ámbito de la Administración Pública, o sea, también en el de la enseñanza, condición que fue suprimida del texto original en la medida en que imponía “un uso prioritario (…) del catalán sobre el castellano”. Y por otro lado, y muy especialmente, en lo tocante a la voluntad de establecer una justicia separada de la española, cuya máxima concreción era la creación de un Consejo de Justicia de Cataluña independiente del Consejo General del Poder Judicial. Basta recordar lo ocurrido en septiembre y octubre de 2017 y sus efectos penales para hacerse una idea de lo que habría podido suceder de haber existido una desconexión judicial como la prevista en el texto estatutario.
Pero dejémonos de contrafácticos y vayamos a lo fáctico. Este mismo martes PSC, ERC, Junts y En Comú Podem llegaban a un acuerdo para registrar en el Parlamento autonómico una proposición de ley que aspira a soslayar la ejecución de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que obliga a impartir en las escuelas e institutos catalanes, desde la próxima semana, un 25% de la docencia en castellano. La naturaleza de los partidos que sustentan dicha iniciativa legal es significativa. De una parte, se juntan dos fuerzas independentistas y dos que no lo son. O sea, el separatismo puro y duro, y un nacionalismo licuado que gusta de autodefinirse, eufemísticamente, como catalanismo. De otra, estamos ante una repetición de la jugada. A finales de marzo esas mismas formaciones ya intentaron una maniobra similar, si bien a las pocas horas de suscribir el acuerdo y presentar la correspondiente proposición de ley Junts se descolgó olímpicamente del mismo. Ahora, pues, tras haber retomado a trancas y barrancas las negociaciones, han alcanzado un nuevo pacto.
Resulta, pues, pertinente preguntarse qué ha cambiado entre una y otra propuesta para que Junts haya decidido ahora subirse al carro. En lo que afecta al texto, el castellano ha pasado de la condición de lengua “de aprendizaje” a la de lengua “curricular y educativa” –junto al catalán, claro, que además es definido como vehicular y de uso normal–. Por otro lado, ese uso curricular del castellano va a depender de lo que prescriban los proyectos lingüísticos de cada centro, los cuales deberán guiarse, a su vez, por criterios pedagógicos y sociolingüísticos y hacerse desde lo que la proposición denomina, con la acostumbrada jerga pedagógica, “un abordaje global, integrador y de transversalidad curricular que incluya todos los espacios educativos”. En definitiva, la inmersión totalitaria. Y en cuanto al contexto, lo que ha cambiado en estos dos meses, no hace falta indicarlo, es la orden de ejecución de la sentencia del 25% y el inminente vencimiento del plazo acordado por el TSJC.
¿Significa todo ello que las cuatro fuerzas políticas implicadas en la operación y el propio Gobierno de la Generalitat –no olvidemos que en la Cataluña actual no existe a la hora de la verdad separación alguna entre los poderes legislativo y ejecutivo– van a evitar con esta triquiñuela que la justicia siga su curso? A juzgar por lo publicado ayer aquí mismo por Laura Fàbregas, que recogía las opiniones de quienes llevan años impulsando desde la sociedad civil medidas que preserven el derecho de cualquier ciudadano a recibir la enseñanza también en castellano, no parece que el supuesto blindaje de la inmersión que se persigue con la proposición de ley vaya a prosperar. El sustento legal de la sentencia y su orden de ejecución es de rango mayor, por lo que difícilmente podrá ser frenada o anulada por una ley de la Cámara autonómica. Otra cosa, claro está, es el grado de insumisión, con todas sus consecuencias, al que los equipos directivos de los centros docentes catalanes estén dispuestos a llegar.
Y queda, en fin, una última cuestión: el miserable papel jugado en todo este asunto por nuestros equidistantes habituales –los socialistas catalanes y cuantos se han refugiado bajo sus siglas procedentes de la extinta Convergència i Unió y de otras formaciones–. En marzo acogieron con fervor aquel primer acuerdo entre fuerzas políticas, como si ello hubiera servido para garantizar que de una vez por todas empiece a hacerse justicia en Cataluña en relación con los derechos de los ciudadanos que quieren una enseñanza pública donde el castellano no sea barrido. Y ahora que han llegado las rebajas, ni siquiera han tenido la decencia de bajarse del carro. Suerte tuvimos la gran mayoría de los españoles –y entre ellos, y en particular, los catalanes– de aquella sentencia del Constitucional de la que pronto van a cumplirse una docena de años.