En su reciente y muy recomendable Libertad. La historia de la idea (Athenaica), Josu de Miguel dedica un capítulo al vínculo entre tiempo y libertad. En él recuerda algo que, tal vez por elemental, no acostumbra a ser recordado, y es que “la realización de la Constitución corresponde siempre a los poderes constituidos, y los poderes constituidos, en particular el gobierno y el parlamento, se renuevan periódicamente con el objeto de hacer efectivo el pluralismo político. En el Estado de partidos no siempre hay lugar para consideraciones sobre el devenir: la inmediatez de los procesos electorales obliga a que las políticas públicas respondan a los intereses del cuerpo electoral del presente”. De Miguel se está refiriendo aquí a la elaboración de una Constitución y a su difícil ligazón con el futuro, pero sus palabras podrían aplicarse igualmente a una ley orgánica. O incluso a un plan de gobierno cuyo alcance sobrepase con creces los márgenes de una legislatura.
El problema, ya se ve, es hasta qué punto los representantes “del cuerpo electoral del presente” están moralmente facultados para condicionar con sus acciones el futuro de quienes –sea por razones de edad, sea por no haber siquiera nacido– no han tenido aún la oportunidad de ejercer su derecho al voto y participar de forma indirecta en la toma de decisiones. Lo estén o no, a ellos compete, en todo caso, gestionar el presente. Lo que hagan o dejen de hacer comprometerá para bien o para mal la actuación de quienes vayan a sucederles, andando el tiempo, en sus tareas legislativas o ejecutivas. De ahí que parezca razonable que toda decisión estratégica y de calado de un gobierno cuente con un apoyo que vaya más allá del que le presta la mayoría parlamentaria en que descansa. En otras palabras, esos famosos tres quintos conocidos como mayoría cualificada en contraposición con la simple y la absoluta y que suelen exigirse en las Cortes para la aprobación de determinadas leyes y resoluciones –los mismos, sin ir más lejos, que Meritxell Batet se pasó no hace mucho por el arco de triunfo a fin de introducir en la Comisión de secretos oficiales a los enemigos declarados de la Nación española–, esto es, 221 diputados sobre 350, deberían ser imperativos en estas ocasiones y hacerse de algún modo extensibles a los denominados planes estratégicos. Quiero decir que esos planes, por dificultoso que resulte, deberían contar de preferencia con el beneplácito de la oposición, o sea, de la fuerza política que el día de mañana puede verse en la tesitura de tener que gestionarlos.
No hace falta añadir, supongo, que raro es el caso, cuando menos en la España de hoy, en que se dan acuerdos de este tipo. Podríamos poner muchos ejemplos, pero quizá el más grave y clamoroso sea el de la educación. Hace unos días José Moyano, presidente de ANELE, la Asociación Nacional de Editores de Libros y Material de Enseñanza, expresaba su indignación y su hartazgo ante el caos provocado por la tardanza en la publicación por parte del Ministerio de los currículos surgidos de la LOMLOE, lo que había impedido a los editores tener los materiales a punto, al tiempo que denunciaba la ideologización de sus contenidos. Este mismo mes, por otra parte, se publicaba un manifiesto contra la nueva ley que abogaba, entre otros aspectos, por la creación de una comisión de notables relacionados con el mundo de la educación e independiente de los poderes ejecutivo y legislativo que tendría como principal cometido “el diseño, según criterios estrictamente técnicos, científicos y académicos, del Sistema de Instrucción Pública y sus planes de estudio”. Y desde hace años, en fin, distintos sectores implicados en eso que llaman, con tanta pompa, “la comunidad educativa” vienen reclamando un acuerdo político que ponga fin al deterioro de la enseñanza en España.
El último de esos intentos y el que más cerca estuvo de prosperar fue el fenecido Pacto de Estado por la Educación. Fue también uno de los primeros efectos del retorno de Pedro Sánchez a la secretaría general del partido en mayo de 2017. No el de auspiciar el Pacto, claro, sino el de liquidarlo, justo cuando Ciudadanos –el verdadero impulsor–, PP, PSOE y Podemos se hallaban ya elaborando las conclusiones que debían dar paso a la ansiada ley de consenso. Habría sido mucho más que un 221, sobra indicarlo. Luego hemos sido testigos de la persistente labor de zapa del actual presidente del Gobierno en su operación de derribo de los pilares del Estado, pero lo de entonces, conviene recordarlo, constituyó un señor anticipo de lo que nos esperaba si llegaba algún día a gobernar.
Retomando las palabras de Josu De Miguel a las que aludíamos al comienzo, ya que “la inmediatez de los procesos electorales obliga a que las políticas públicas respondan a los intereses del cuerpo electoral del presente”, los ciudadanos que formamos parte de él deberíamos esforzarnos, con nuestros votos, en exigir a nuestros representantes que esas políticas públicas, y en particular las que tienen como objeto la educación, fueran lo más inclusivas posibles. Ideológicamente hablando, se entiende. Y si tal inclusividad requiriera renunciar a la ideología, eso ya sería fantástico.