Con su permiso, voy a empezar dando por hecho –esperanza obliga– que Alberto Núñez Feijóo será más pronto que tarde el nuevo presidente del Gobierno de España. Feijóo tiene fama de buen gestor y eso está bien. Un país devastado –como es ya el nuestro antes incluso de que termine la legislatura– requiere algo así como un Plan Marshall. O sea, un plan de reconstrucción que vuelva a hacer de España, andando el tiempo, un país próspero, habitable, moderno, capaz de afrontar en confianza el futuro. El Plan Marshall estuvo vigente cuatro años, justo los que tendrá Feijóo para poner en marcha sus reformas. Y digo poner en marcha, pues a nadie se le escapa que un lustro de demoliciones precedido por un par de décadas como mínimo de aluminosis en las estructuras del Estado no se resuelve con un periodo tan corto de reconstrucción. Aun así, los primeros pasos suelen ser decisivos, entre otras razones porque sin reconocimiento y aprobación de la labor realizada difícilmente podrá aspirar un presidente del Gobierno a revalidar el cargo y proseguir la tarea emprendida.
Por ello, un perfil como el de Núñez Feijóo, más de gerente de la cosa pública que de político populista al uso, más reformista que rupturista, se ajusta –no diré que como un guante, pero sí con bastante precisión– a los imperativos del momento. No obstante, el éxito de su gestión va a depender en buena medida del grado de ambición con que acometa la empresa. El énfasis lo ha puesto hasta ahora en la economía. Se entiende. Basta echar una ojeada a los índices económicos más significativos para comprobar cómo de forma sistemática desmienten las previsiones gubernamentales; basta reparar en los efectos que tienen sobre el bienestar de los ciudadanos las medidas y contramedidas que el Gobierno va tomando para convencerse de que no sólo no taponan las vías de agua, sino que las multiplican; basta observar, en fin, los yerros y volantazos de Pedro Sánchez en política exterior para hacerse una idea de lo depauperada que está la imagen de España en Europa y el resto del mundo.
Pero el Plan Marshall de Feijóo deberá atender asimismo a otras urgencias, mucho más complejas, si cabe, de gestionar. Por ejemplo, a las que afectan a la educación y a la cultura. La izquierda y los nacionalismos periféricos se han adueñado de ambas, en una operación de conquista que lleva años labrándose con la complicidad o el desistimiento de gobiernos nacionales, autonómicos y locales. Podríamos enumerar un sinfín de ejemplos para ilustrar dicho contagio ideológico. Me limitaré a lo más reciente. De un lado, la llamada ley Celaá y su desglose curricular, con la liquidación definitiva del mérito y, por tanto, también de la enseñanza como ascensor social, el cuarteamiento de la historia de España, la eliminación oprobiosa del castellano como lengua vehicular –coronada con la impúdica abstinencia del Gobierno de la Nación ante el enésimo desafío de la Generalidad catalana al imperio de ley– y la conversión de la ideología de género en una religión laica de Estado.
De otro lado, cuantas iniciativas, en especial legislativas, ha alumbrado estos años, a imagen y semejanza del movimiento woke, el mal llamado Ministerio de Igualdad, todas ellas tendentes a cercenar los pilares fundamentales en que se asienta nuestra condición de ciudadanos de un Estado de derecho, o sea, la libertad, la justicia y la igualdad. El carácter profundamente disruptivo que subyace tras esas políticas –y otras de naturaleza parecida, como por ejemplo la deleznable Ley de memoria democrática, cuya aprobación está prevista para mañana y que el propio Feijóo se comprometió el pasado sábado en Ermua a derogar cuando gobierne–, lo que esas políticas representan en el orden de la convivencia entre españoles, obligará a un abordaje tan prioritario como puede serlo en estos momentos el económico.
Y eso no es todo. Para que el Plan resulte, deberá incluir una cláusula inédita en la historia de nuestra democracia: la de no acordar con los nacionalismos ni una transferencia más de las competencias que todavía conserva el Estado. En paralelo y como complemento de lo anterior, también deberá prever el rescate de las más lesivas para el interés general de entre las ya traspasadas –pongo por caso la de Prisiones al País Vasco– y la aplicación por parte del Estado de los controles necesarios para garantizar el cumplimiento de la ley allí donde se infringe de forma sistemática –un desarrollo verdaderamente eficaz de la Alta Inspección Educativa en Cataluña y Baleares, por ejemplo–. Dicho de otro modo: cualquier reforma que se emprenda en el ámbito territorial tendrá que comportar a su vez, allí donde el nacionalismo ha echado raíces, una ruptura con ese nacionalismo. Entiendo que, a priori, puede parecer contradictorio que una reforma encierre una ruptura. Son términos en general antitéticos. O reforma o ruptura, fue el gran dilema de los tiempos inaugurales del posfranquismo. Por suerte, se impuso la primera opción y así logramos transitar entre todos hacia la democracia. Pero ya no estamos allí. Transcurridas cuatro décadas y medio –tomo como referencia para el cómputo las elecciones generales celebradas el 15 de junio 1977–, me atrevo a afirmar que lo que una gran mayoría de los españoles desea en estos momentos es que el nuevo gobierno surgido de las urnas cuelgue en el frontispicio del Palacio de la Moncloa un cartel dirigido a los nacionalismos hispánicos donde se lea, como en tantos bares de España: “Aquí no se fía”.
Esa es la gran reforma que, a mi entender, debería incluir el Plan Marshall de Alberto Núñez Feijóo: la reforma drástica –lo que no excluye que pueda ser cordial– del criterio que se ha venido siguiendo en las relaciones entre el Gobierno central y los nacionalismos. Se acabó el crédito. No va más. A menos, claro, que estemos dispuestos a contemplar cómo va hundiéndose sin remedio el edificio que nos alberga y que ha dado a este país y a sus ciudadanos una paz y una prosperidad como no la habían tenido jamás en su historia.