Justo aquí al lado, en Francia, tienen unas cuantas cosas de las que carecemos. Una de ellas es el Bac. ¿Y qué es el Bac?, se preguntarán sin duda muchos de ustedes. Pues el Bac –apócope familiar de Baccalauréat– es el título que se obtiene tras superar, al término de los estudios secundarios, un examen, conocido con el mismo nombre. No vayan a creer, con todo, que el Bac equivale a nuestro Bachillerato. Para nada. Ni siquiera la etimología es la misma. La forma francesa incluye un “laureado” que indica ya a las claras que con el título se está reconociendo el mérito del candidato que lo ha logrado, lo que no se da en la correspondiente española. Por lo demás, el Bachillerato es una etapa de la enseñanza media posobligatoria que da acceso a un título –hoy en día incluso con una asignatura suspendida–, mientras que el Bac, insisto, es ante todo un examen. Un señor examen.
No hace falta añadir que por estos pagos la simple posibilidad de un examen de este tipo se antoja una quimera. Cada vez que se ha planteado su introducción, la izquierda y el nacionalismo, con sus correspondientes franquicias sindicales y asociativas, debidamente paniaguadas, han sacado a pasear el espantajo de la vieja reválida del franquismo. Poco importa que la excepción, en este punto, no sea Francia, sino la propia España, en la medida en que todos los países de nuestro entorno disponen de una prueba selectiva semejante que garantiza haber alcanzado los conocimientos mínimos necesarios. Pero es que el Bac, decía, es además un señor examen. Un examen para el que uno se prepara, como lo demuestra la existencia de centros dedicados a ello. Un examen único, es decir, el mismo –el temario sólo difiere en lo tocante a la especificidad de la vía escogida– para todos los estudiantes franceses. Un examen donde el rigor no sólo está, sino que se le espera. En definitiva, lo que es, mutatis mutandis, el MIR sanitario en España.
Así las cosas, no hace mucho me topé en Le Figaro con una noticia que me llamó enormemente la atención. Una novelista y ensayista francesa, Sylvie Germain, galardonada entre otros premios con el Fémina y el Goncourt para estudiantes, había sido amenazada de muerte en las redes sociales por un fragmento de una novela suya, Días de cólera –la que le había valido en 1989 el Fémina, precisamente–, utilizado en el temario de la prueba de francés del Bac de este año. Lo asombroso no era tanto que una escritora pudiera recibir amenazas de tal calibre en las redes –en la jungla digital hay de todo, en especial cuando se interviene con la impunidad del anonimato–, sino el motivo que supuestamente asistía a cuantos recurrían a ellas o, sin ir tan lejos, usaban el insulto y el exabrupto para descalificar a Germain y su texto. Nada tenía que ver con el contenido. Ninguna relación tampoco con la ideología, sea cual sea, de la autora. La causa de la campaña de acoso que había puesto en marcha esa tropa de desalmados era la dificultad del texto. Su léxico, las metáforas empleadas, su presunta falta de conexión con los problemas del presente. Detrás de ese rechazo, propio sin duda de quienes habían suspendido esa parte del examen, estaba también la convicción de que el esfuerzo y el trabajo no tienen en el mundo de hoy ningún valor ni deberían merecer premio alguno.
No está de más apuntar, antes de concluir, que en las redes mismas y fuera de ellas ha habido también muchas reacciones de signo contrario, protagonizadas tanto por estudiantes como sobre todo por docentes, que no sólo han alzado la voz en defensa de la víctima –por cierto, ¿qué culpa tenía Sylvie Germain de que el Ministerio hubiera elegido el fragmento de un libro suyo?–, sino que también han denunciado la tendencia contemporánea de los jóvenes –y de sus progenitores en la medida que les toca educativamente hablando– a considerar que ningún obstáculo tiene derecho a interponerse en su camino hacia la felicidad. Lo que acaso no sepan en Francia es que los políticos y pedagogos que han impulsado el modelo educativo español llevan al menos tres largas décadas favoreciendo en los cenáculos administrativos y académicos y en las propias aulas esta promesa de felicidad que el Bac les niega a algunos de los jóvenes que deben superarlo. Confiemos, para el bien de todos los franceses, en que sigan igual de desinformados, no vaya a tener algún gestor público del país vecino la ocurrencia de tomarnos como modelo.