La pasada semana tuvimos conocimiento de la detención de una célula yihadista acusada de formar parte del entramado del Estado Islámico y su red de captación de militantes. De los ocho detenidos, todos de nacionalidad española, seis residían en Cataluña. Y, por lo que ha trascendido de su edad, es muy probable que la mayoría hayan sido escolarizados en esta Comunidad. Por supuesto, lejos estoy de insinuar que exista una relación cualquiera entre la enseñanza recibida y las inclinaciones criminales que se les suponen. Faltaría más. Pero sí creo, en cambio, que el alto porcentaje de inmigración de origen magrebí en Cataluña no puede desligarse de las políticas llevadas a cabo por la Generalitat. Y esas políticas guardan relación con la escuela y con la función que el nacionalismo ha asignado tradicionalmente a la lengua catalana como presunto mecanismo de integración social.
Como es natural, esa función asignada a la lengua tiene como principal objetivo, desde hace por lo menos dos décadas, a la llamada inmigración extracomunitaria. Por su peso demográfico y, en buena medida también, por su bajo nivel cultural. Y esa inmigración, los estrategas de la planificación lingüística suelen dividirla entre la procedente de la América hispanohablante y el resto, donde lo que más abunda es la población originaria del norte de África. Sobra indicar cuál de los dos bloques conviene más a los propósitos lingüísticamente normalizadores. Con el primero, es evidente que lo tendrían más fácil; al fin y al cabo, castellano y catalán son lenguas hermanas. Pero resulta que los hispanohablantes no ignoran que en España se habla castellano. La madre patria, figúrense. Y, además, enseguida descubren que Cataluña, a pesar de los esforzados intentos de la Generalitat por soslayarlo, forma parte de España, por lo que también se habla castellano. Total, que su interés por aprender catalán no sólo es muy relativo, sino que encima se diluye nada más traspasar el umbral que separa la escuela de la calle. No es el caso de la población norteafricana, para la que el castellano, a priori, cuenta tanto —o tan poco— como el catalán. De ahí que sea un colectivo mucho más dócil y apetecible, lingüísticamente hablando. Y de ahí también que la Generalitat lleve tiempo trabajándoselo. De forma oficial, desde 2003, cuando nombró a Àngel Colom, maestro de formación aunque activista y político de profesión, representante suyo en Marruecos. Se trataba de preparar el terreno sobre el terreno. En otras palabras, de asegurar que los futuros inmigrantes llegaran a suelo catalán con la lección bien aprendida. Como es lógico, esas medidas iban acompañadas de las acostumbradas subvenciones a las asociaciones correligionarias sitas en Cataluña. Así las cosas, mientras la Generalitat promovía un tipo de inmigración, la procedente del norte de África, se cuidaba muy mucho de alentar la hispanohablante —a la que le unían, por cierto, aparte de esa lengua castellana de la que no quería ni oír hablar, una religión y una cultura religiosa, algo que no ocurría con el otro colectivo—.
He dicho anteriormente que no pretendía establecer relación ninguna entre la enseñanza recibida por los yihadistas detenidos en Cataluña y sus inclinaciones criminales. Tampoco la estableceré ahora entre la política lingüística llevada a cabo por la Generalitat en relación con la inmigración originaria del norte de África y el hecho de que seis miembros de la célula terrorista residieran en tierras que están bajo su jurisdicción. Pero no me resisto a consignar, aquí y ahora, que el nacionalismo no ha tenido otro interés, en todos estos años, que fomentar la inmigración que más le convenía en detrimento de la que más podía convenir, por su capacidad de arraigo, al conjunto de los catalanes y al resto de los españoles.
(Crónica Global)