Leo con interés el reportaje de José Luis Barbería en El País sobre una gran crecida que no es, por fortuna, la del Ebro. He dicho con interés y, dado el tenor del artículo, debería añadir que también lo leo con satisfacción, pues no en vano soy uno de los padres de la criatura. Y la criatura, por más que no haya alcanzado aún la mayoría de edad, está pronta a cumplir los nueve años, si nos atenemos a la fundación del partido, y los diez, si tomamos como referencia la llama prendida con el manifiesto de junio de 2005. O sea, está creciendo a lo ancho y a lo largo. Por otra parte, según informa Barbería, «el prototipo de votante de Ciudadanos es una persona urbana con estudios universitarios y edad comprendida entre los 25 y los 54 años». Se trata, sin duda, de otra buena noticia, aunque no afecte más que al prototipo. Ni el segmento de edad más irracional —el de los más jóvenes y el de los más viejos—, ni la población más tradicionalmente conservadora —la rural—, ni la menos formada —la carente de estudios universitarios, si bien esos estudios, hoy en día, ya no son lo que fueron— dominan entre los votantes del partido. Y el reportaje arroja todavía otra buena noticia. Así como en el conjunto de España Ciudadanos es percibido como un partido de centro, en esa parte de España llamada Cataluña se le considera de extrema derecha, esto es, antisistema. Como pueden comprender, que el nacionalismo dominante lo etiquete de este modo es algo de lo que debemos sentirnos todos —fundadores, dirigentes, militantes, simpatizantes, votantes y, en general, cualquier español de bien— profundamente orgullosos. Porque supone que el partido ha sabido ocupar el centro político, el eje de la balanza, el espacio en el que se asientan los cimientos mismos del sistema. Que no son otros —y perdonen la obviedad— que los de un Estado formado por ciudadanos libres e iguales.