España lleva ya más de año y medio con un Gobierno en el que tienen cabida los comunistas. En puridad, es la primera vez que esto ocurre. Cuando menos en democracia. Al poco del estallido civil y hasta el término mismo de la guerra, los gobiernos republicanos contaron siempre con dos ministros pertenecientes al Partido Comunista de España. Pero una guerra es una guerra. Aun así, reducir la presencia del comunismo en un gobierno a la pertenencia o no de alguno de sus miembros al PCE no deja de ser un procedimiento en extremo simplista. En especial en aquella Segunda República en la que el hegemónico Partido Socialista se definía como revolucionario y lo demostraba con ahínco, como bien saben los españoles que todavía guardan memoria de lo vivido en 1934 y cuantos historiadores se han asomado sin prejuicios a aquel octubre que para nada desmereció –en Cataluña y Asturias sobre todo– de otros octubres más renombrados. Añadan a lo anterior que el líder de este partido y a un tiempo secretario general de la UGT, Francisco Largo Caballero, era conocido y reconocido como “el Lenin español” y convendrán conmigo en que el comunismo se hallaba ya en las entrañas de aquel PSOE y, pues, de los gobiernos en los que Largo y los suyos estuvieron presentes.

Bien es verdad que por entonces Lenin era todavía un mito. Al igual que Stalin. Nadie en la izquierda española quería saber de los crímenes que ambos dirigentes, junto con Trotski y unos cuantos líderes bolcheviques más, habían auspiciado y programado desde los albores mismos de la Revolución de Octubre. Degollinas por doquier, expolios masivos, hambrunas inducidas, deportaciones colectivas hacia lo que luego sería el Gulag; millones de víctimas, en definitiva, a las que habría que sumar las de las purgas de toda índole iniciadas en agosto de 1936 y coincidentes en el tiempo con nuestra guerra civil. Perdón: he dicho que nadie quería saber de esos crímenes y debería precisar que sí había, entre la izquierda española, quien los denunciaba; los anarquistas y los seguidores de Trotski, víctimas a su vez de la barbarie de Stalin. Sólo que los cargaban todos en la cuenta de este último, como si Lenin y el propio Trotski –que animaba en diciembre de 1917 a los miembros del Comité ejecutivo central de los soviets a recurrir a la guillotina, “ese notable invento de la Gran Revolución francesa que tiene como ventaja acreditada la de acortar el hombre de una cabeza”, para librarse de sus enemigos– no hubieran actuado, al cabo, con semejante crueldad. Si bien se mira, la figura de Stalin para simbolizar los crímenes del comunismo ha servido para blanquear las no menos criminales figuras de Lenin y Trotski. La del primero por una simple cuestión contable: no mató más porque murió en 1924. La del segundo porque fue la víctima predilecta de la perfidia del georgiano y por aquel piolet que le clavó en la nuca el catalán Ramón Mercader en México a instancias de Beria, el también georgiano director del NKVD, que seguía, claro está, órdenes del camarada Stalin.

Pero todo esto ocurrió lejos de nuestro mundo, se me dirá. Es cierto. Pero no lo es menos que el seísmo sanguinario soviético tuvo su réplica en la guerra civil española. Socialistas revolucionarios y comunistas, que por entonces andaban ya más o menos fundidos y confundidos, fueron los artífices, junto con los anarquistas, de las matanzas. La memoria de sus atrocidades –que incluyeron la liquidación programada de trotskistas y anarquistas, compañeros de causa supuestamente republicana– sólo puede compararse con la que la historia ha reservado a las cometidas por el otro bando, el vencedor. Si determinados historiadores de nuestra guerra civil tardaron tanto en admitir la magnitud de las primeras –y algunos siguen aún en sus trece–, fue sin duda por la misma razón por la que los intelectuales occidentales fueron obscenamente conniventes con el comunismo y sus obras. Como si los efectos no tuvieran relación con las causas.

Luego vino la dictadura franquista y la labor opositora del PCE en la clandestinidad. El reconocimiento de esa labor, inserta desde 1956 en una política de reconciliación nacional que comportaba la renuncia a la lucha armada y la apuesta por la democracia, le valió al comunismo un aura relativa. Y la Transición, simbolizada, entre otras estampas, en aquel apretón de manos entre Santiago Carrillo y Manuel Fraga con el que se enterraban las discordias pasadas, hizo el resto. El Partido Comunista ya era un partido más de la izquierda, legitimado por la democracia, que aceptaba sin apenas remilgos la monarquía y el Estado de derecho y al que, a tenor de su actividad política, costaba distinguir cada vez más del socialista. De ahí su encogimiento electoral, que sólo se revirtió cuando el PSOE empezó a verse laminado por el paro y la corrupción.

Con todo, no ha sido hasta la llegada de Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno cuando el comunismo ha vuelto por sus fueros. No como en los años treinta, ciertamente, pero sí marcándole de nuevo el paso al Partido Socialista. Y de qué manera. En el orden interno, llevando al Ejecutivo a cuestionar la separación de poderes, la Monarquía y la Constitución; implantando enajenadas políticas de género; legitimando la ocupación de viviendas; impulsando y facilitando los pactos con los separatistas y promoviendo la exhumación maniquea del pasado, entre otras lindezas. Y en el externo, obligando –en el mejor de los casos– a blindar con el silencio los crímenes de las dictaduras comunistas y populistas hispanoamericanas –Cuba, Venezuela, Bolivia–, correspondiendo así a unos gobiernos que no han reparado en gastos a la hora de financiar el comunismo y el populismo patrios.

Quedan dos largos años para que los españoles puedan decidir en las urnas lo que más les conviene de cara al futuro, dos largos años en los que el comunismo gobernante seguirá sin duda agrietando la convivencia y comprometiendo nuestra condición de ciudadanos libres e iguales. De nosotros depende que no sean más.


Nuestros comunistas

    29 de agosto de 2021