Informativamente hablando, agosto es mes de sequía. Sólo el deporte, en especial cuando tocan Juegos Olímpicos, y los fenómenos meteorológicos animan algo la cosa –dejando al margen, claro, el embate de las olas con que nos balancea y marea, desde hace año y medio, la pandemia–. La culpa la tiene eso que llaman vacaciones políticas. Con las Cortes y los Parlamentos autonómicos en barbecho y los líderes de los partidos refugiados en La Mareta o en sus maretas particulares, a los medios de comunicación no les queda otro remedio que tirar de las noticias que llegan del resto del mundo, donde nunca falta una guerra, un golpe de Estado o una hambruna persistente. Este agosto la palma se la ha llevado, sobra precisarlo, Afganistán.
Y como toda noticia, según nos instruyó Lorenzo Gomis, no puede considerarse como tal hasta que no genera comentarios, los ha habido por doquier. Muchos han versado, como es natural, sobre la presencia de nuestro Ejército en aquel país durante las dos últimas décadas. En concreto, sobre la labor allí realizada, junto a la de otros muchos ejércitos concurrentes, empezando por el de Estados Unidos, y sobre el sentido de esa labor, abruptamente interrumpida por el avance talibán y su conquista casi absoluta del territorio. No creo exagerar lo más mínimo si afirmo que el reconocimiento, al que se ha añadido el recuerdo del largo centenar de víctimas mortales, ha sido, dentro de lo que cabe, bastante general. Y digo dentro de lo que cabe, porque siempre habrá los irredentos de turno, representados en esta ocasión por la ministra Irene Montero, que se aprestarán a entonar un canto a la paz y a asegurar que “ninguna intervención militar ha permitido resolver los principales problemas de derechos fundamentales” de determinados colectivos.
Sea como sea, esta vez el antiamericanismo de la opinión pública iliberal que campea por estos lares –como escribió Jean-François Revel en 2002, “la principal función del antiamericanismo era, y sigue siendo, la de denigrar el liberalismo en su encarnación suprema”–, si bien no ha desaparecido del todo, sí ha rebajado al menos de modo considerable su tradicional griterío. Y ello a pesar del protagonismo asumido por Estados Unidos, primero en la invasión del país y luego en la misión realizada, lo mismo en el orden de la seguridad que en el de la reconstrucción y el desarrollo.
Pero una cosa es hablar de España en Afganistán y otra muy distinta de Afganistán en España. O sea, de cómo nuestros comentaristas de izquierda han analizado lo ocurrido en Afganistán, a la luz del pasado y el presente de España. Voy a dejar de lado los exabruptos plañideros de la inefable Montero sobre la condición de las mujeres españolas –tan semejante, asegura, a la de las afganas–, exabruptos que han merecido ya a estas alturas, aquí y en otros medios, las oportunas exégesis, para centrarme en un escrito del flamante subdirector de Opinión de El País, Jordi Gracia. El pasado 19 de agosto Gracia publicaba en el diario cuya opinión ya dirigía una tribuna (“Un corredor humanitario en Afganistán”) que no puede sino calificarse de pestilente y en la que equiparaba “el fundamentalismo talibán y su promesa de un mundo perfecto, absoluto y dogmáticamente estable” con “el nacionalcatolicismo español: una ideología totalizadora que condicionó de forma invasiva, asfixiante y coercitiva a una sociedad entera”. Semejante barbaridad –tanto más cuanto que al autor del artículo se le presume cierta autoridad, ni que sea curricular, como dicen ahora, en lo tocante a la cultura del franquismo– se sostenía, entre otras comparaciones, en que “la amputación del futuro de las jóvenes universitarias [afganas] (…) tiene forma de burka obligatorio, como obligatorio fue no hace tantos años (…) que la escolarización de las niñas [españolas] se mantuviese solo de manera clandestina y muy valiente”. Lo han leído bien: a juicio del autor, no hace tantos años la escolarización de las niñas en España se mantuvo sólo “de manera clandestina y muy valiente”. Como las cristianas en las catacumbas romanas, vaya.
Claro que más grave puede considerarse, por cuanto revela de la catadura moral del firmante, otra analogía del texto. Me refiero a la que relaciona a María Zambrano, Rosa Chacel y Zenobia Camprubí, “insumisas al orden nacionalcatólico” y cuyo destino fue “el exilio forzoso”, con las refugiadas afganas “insumisas al orden talibán”. Y no sólo por lo impropio de la analogía. ¿Por qué, puestos a buscar un ejemplo de figura republicana comprometida con los derechos de la mujer, se le olvidó mencionar al autor la de Clara Campoamor? ¿No será porque el exilio forzoso de la antigua diputada liberal y verdadero emblema de la lucha por el sufragio femenino no encajaba en su esquema? Como es sabido –incluso por Gracia–, Campoamor fue víctima de otra “ideología totalizadora”, la que sembró de cadáveres la retaguardia republicana y le obligó a refugiarse en Ginebra en los primeros compases de la guerra huyendo del infierno –nada que ver ese infierno, no hace falta decirlo, con el del reciente manifiesto de los García Montero, Lindo, Muñoz Molina, Grandes y compañía– del Madrid revolucionario.
Escribía hace poco Zoé Valdés en Libertad Digital que El País ya no es “ni la sombra de su sombra”. A juzgar por esa tribuna de agosto y por el cargo que desempeña su autor en el diario, todo indica que el futuro nos deparará aún más sombras que añadir a las pasadas y presentes. Lo cual constituye, qué duda cabe, una pésima noticia.