No recuerdo con precisión en qué época me topé por primera vez con la palabra, pero supongo que sería allá por los años ochenta, en Barcelona, cuando aún todos los diarios exudaban tinta. Y hasta juraría que el primer culpable de que la oyera o la leyera –yo trabajaba entonces en el mundo de los papeles periódicos– fue el alcalde Maragall, que había hecho de la subsidiariedad un verdadero estandarte en su lucha por una Barcelona grande no sometida a los designios de la Generalidad gobernada por Jordi Pujol. Y aunque finalmente Pujol le ganó la partida al disolver la vieja Corporación Metropolitana de Barcelona –la Corpo, como se la conocía en los lares municipales– mediante una ley de rango superior, no por ello Maragall cejó en su empeño. Y ni que decir tiene que le vinieron de perlas la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea –lo que al poco sería la Unión Europea– y, por supuesto, la nominación de la ciudad de la que era alcalde como sede de los Juegos Olímpicos de 1992.
De ahí que no fuéramos pocos los que en Barcelona recibimos entonces con simpatía y hasta con una pizca de fervor ese término nacido en el magma del lenguaje jurídico y al que el uso político y mediático iba dando curso. El principio según el cual el Estado no debe inmiscuirse en lo que es propio de la sociedad civil y, en particular, la gradualidad introducida en los distintos niveles administrativos del Estado en lo tocante a las competencias respectivas, hasta alcanzar en la década siguiente el flamante gobierno de la Unión –una gradualidad inversa, por así decirlo, establecida sobre la base de que cuanto más cerca se halle la Administración de los problemas del ciudadano, más eficiente resultará–, nos reforzaba en la creencia de que Barcelona, lejos de tener que plegarse al tribalismo reaccionario del Gobierno de la Generalidad, estaba en condiciones de plantarle cara y de convertirse en el referente de la modernidad y el progreso de Cataluña.
Pero lo que no entrevimos es que ese mismo principio de subsidiariedad les permitía ya a Pujol y a sus huestes –o a Arzallus, el inventor de esas nueces de las que nada parece saber Rufián, y las suyas– ir arañando poco a poco al Gobierno de España, gobernase quien gobernase y con plena e interesada aquiescencia por su parte, kilos y más kilos de competencias. Que esos kilos se transformaran en toneladas hasta dejar al Estado en los huesos era sólo cuestión de tiempo. Y en esas estamos ya, para nuestra desgracia.
Con todo, dicho principio de subsidiariedad ha tenido una expresión mucho más perversa, si cabe –por su trascendencia social y económica y, en definitiva, para el futuro de España–, que la estrictamente política. Me refiero a la que ha resultado de su aplicación en el campo de la enseñanza, y, en especial, de la enseñanza pública. Cuando la izquierda española, también en aquellos años ochenta, puso en marcha su proyecto de implantación de un nuevo sistema educativo, en consonancia con los dicterios rupturistas de los movimientos de renovación pedagógica, contó con un firme aliado: el nacionalismo. No importó que en aquella época mandara en Cataluña y el País Vasco un nacionalismo de derechas; la ley que se estaba cocinando incluía como uno de sus principales pilares el principio de subsidiariedad y eso, para cualquier nacionalista, equivalía a disponer de las llaves del paraíso. Esa ley, la LOGSE, propugnaba en su “Preámbulo” una “concepción educativa más descentralizada y más estrechamente relacionada con su entorno más próximo”. Se estaba promoviendo, pues, sin disimulo alguno, el arrumbamiento de lo general en beneficio de lo particular, o, lo que es lo mismo, el ensalzamiento de lo privativo en detrimento de lo común. Para ello, la propia ley y “su desarrollo curricular” reservaban a las autonomías una capacidad de decisión sobre los contenidos cercana ya al 50% para las comunidades con una lengua cooficial –esto es, aquellas donde el nacionalismo sienta sus reales– y una “autonomía pedagógica de los centros”, que no era sino una estrategia para que los valedores de la reforma fueran arrinconando en los claustros y hasta en las mismas aulas, inspección mediante si era preciso, a los docentes –de secundaria, en su mayoría– que no estaban dispuestos a renunciar a la transmisión de unos saberes y a la propia libertad de cátedra a la que tenían pleno derecho.
Sobra añadir que la devastación ocasionada por las más de tres décadas transcurridas desde entonces, unida a la ristra de medidas introducidas por la propia izquierda y el nacionalismo a través de los sucedáneos legales de la LOGSE –o sea, la LOE y la LOMLOE, a los que hay que sumar las leyes educativas de algunas comunidades autónomas bilingües, tanto las aprobadas como las que se hallan aún en curso–, no han hecho sino intensificar y consolidar la doctrina emanada de aquel código primigenio, hasta el punto de convertir la educación –pública mayormente, pero también concertada– en un coto privado de ambas ideologías, con las consecuencias de todos conocidas, empezando por la práctica desaparición del español como lengua vehicular de la enseñanza en una parte significativa del territorio, y unos resultados académicos que siguen situándonos en la parte baja de las tablas de la UE y de la OCDE, muy lejos de lo que cabría esperar de un país con nuestros niveles de desarrollo.
Así las cosas, todo indica que la subsidiariedad en España, en vez de fortalecer la democracia, ha servido en gran medida para fortalecer el nacionalismo y multiplicar sus efectos desmembradores, con la complicidad tenebrosa de la izquierda. Un malísimo negocio, en definitiva, que no parece que pueda tener, incluso con un futuro y deseable cambio de color gubernamental, una pronta solución.