Los nacionalismos han tenido siempre una gran querencia por la toponimia. Por la suya, claro, pero también por la que consideran suya, lo sea o no. Los nacionalismos son, ante todo, territorio: fronteras, piedras, ruinas, en la medida en que viven del pasado, por lo general falseado e idealizado. Perdón: he dicho “territorio” y debería haber dicho “territorio con lengua”. Para un nacionalista hasta las piedras hablan. De ahí que el nacionalista haga de la toponimia de su territorio –o del territorio del vecino, siempre y cuando haya sentado en él siglos atrás, no importa cuántos, sus reales– un objeto de culto. En consonancia con ello, cualquier injerencia, incluso la más liviana y bienintencionada –no vayamos a olvidar que un nacionalista que se precie carece de sentido del humor–, le resulta intolerable.
Estos días, en relación con la erupción del Cumbre Vieja en la isla de La Palma y del error en que cayeron algunos medios al confundir dicha isla con Palma de Mallorca (sic) –donde, por cierto, no existe ningún volcán ni se le espera–, se me ocurrió comentar en Twitter que este error acaso habría podido evitarse si el Parlamento autonómico no se hubiera empecinado hace cinco años en modificar la ley de capitalidad para que la ciudad de Palma de Mallorca pasara a denominarse oficialmente Palma. Pues bien, a los almogávares de la red, más o menos embozados, les ha faltado tiempo para rasgarse las vestiduras y dedicarme toda clase de caricias verbales, acompañadas a veces de algún argumento.
Compendio a continuación los más razonables y, en consecuencia, los únicos dignos de consideración. Por un lado, Palma es el nombre que los romanos dieron a la ciudad, esto es, la denominación primigenia. Por otro, Palma es el nombre con que la gente del lugar y del resto de las islas baleáricas designan su capital. Y, en fin, si en Menorca, Ibiza y Formentera no hay ninguna otra Palma, ¿qué necesidad hay de añadirle a la denominación el complemento “de Mallorca”?
Vayamos por partes. El origen romano está fuera de toda duda, no hace falta precisarlo. Pero no deja de resultar tan curioso como significativo que los nacionalistas del lugar omitan con contumacia que la denominación fue recuperada como forma oficial a raíz de los Decretos de Nueva Planta. O sea, a principios del siglo XVIII, bajo el reinado de Felipe V. En siglos anteriores, la ciudad se había llamado Mayurqa durante la época musulmana, y Mallorca o Mallorques tras la conquista llevada a cabo por el rey Jaime I. Así pues, en la Edad Media el nombre de la ciudad y el de la isla coincidían. De ahí, sin duda, que surgiera la denominación Ciutat de Mallorca –como había surgido previamente la de Madina Mayurqa– para diferenciar lo que más adelante volvería a ser Palma de lo que era el resto de la isla.
Luego, por más que el crecimiento de la población trajera consigo la aparición de otros núcleos urbanos, Palma se convirtió en la Ciutat por antonomasia. Así siguen designándola hoy, por cierto, como Ciutat a secas, los residentes en los pueblos del interior –la llamada Part Forana–, junto a la forma Palma. Y en cuanto al aditivo “de Mallorca”, este se remonta, cuando menos en el ámbito administrativo, al XIX –si bien hay rastros ya en el siglo anterior–, y obedece a la necesidad de distinguir esta “Palma” de las de otras poblaciones españolas que llevan en su denominación el vocablo.
Pues bien, no ha habido manera. Los distintos gobiernos socialnacionalistas que han timoneado durante los tres últimos lustros la ciudad y la Comunidad –con el paréntesis de una legislatura con gobiernos del PP– se han empeñado en que el nombre oficial debía ser Palma y nada más que Palma. Y es que sólo a un necio abducido por lo simbólico –¿qué otra cosa es, al cabo, un nacionalista?– se le ocurrirá oponerse a que una capital de provincia, de Comunidad Autónoma y de una isla cuyo nombre se ha convertido –mal que les pese a tantos nacionalistas que han vivido y siguen viviendo de semejante rédito– en un referente turístico mundial; a que una ciudad así, en definitiva, pueda mantener en su denominación –o agregarle, si quiere verse desde otro punto de vista– un complemento que no hace sino añadir claridad, valor y proyección a cuanto representa.