No hay que descartar en absoluto que esa nueva felicidad que el Gobierno de España desea para las personas acabe como esa nueva normalidad que el presidente Sánchez y sus mucamos monclovitas establecieron como vaporoso estado postpandémico y a la que la ministra Darías sigue refiriéndose como un mantra cada vez que se le requiere sobre el oleaje vírico que nos aguarda. El pasado 11 de septiembre por la noche, en lo que cabe interpretar como una valoración de lo sucedido en Cataluña a lo largo de la jornada, la portavoz del Gobierno y ministra de Política Territorial, Isabel Rodríguez, tras asegurar que “no podemos perder más tiempo en la confrontación”, fijaba como un imperativo “volver a una senda de normalidad donde hagamos que las personas sean más felices”.
Uno de los grandes pantanos en los que se ha hundido la humanidad desde los tiempos ya lejanos de la Revolución Francesa ha sido el de la búsqueda de la felicidad. De la felicidad como aspiración colectiva, se entiende, que en lo individual ancha es Castilla. El socialismo y el comunismo son hijos de esa ilusión del espíritu, y no hace falta indicar cuál ha sido el balance: millones y más millones de víctimas, producto de todo tipo de violencias y privaciones justificadas en nombre del igualitarismo. Aun así, la izquierda, y muy especialmente la española, sigue sin darse por enterada. De ahí el empeño de la portavoz en aunar normalidad y felicidad. Perdón: una mayor felicidad, que felices ya deben de serlo los españoles, ni que sea un poquitín, a juzgar por sus propias palabras.
Por otro lado, todo invita a suponer que estas personas a las que Rodríguez quiere suministrar mayores dosis de felicidad son principalmente catalanas. O residentes en Cataluña por lo menos. Incluso me atrevería a afirmar que entre ellas se encuentra una tal Núria Pla Garcia, hasta el pasado lunes vicerrectora de Calidad y Política Lingüística de la Universidad Politécnica de Cataluña, que durante la Diada del sábado colgó un tuit en la red donde se leía –en catalán, por supuesto–: “¡¡Ganas de fuego, de contenedores quemados, de aeropuerto colapsado!!” Los hechos, claro, le acabaron dando la razón, aunque en lo tocante al colapso, justo es reconocerlo, este estuviera mucho más cerca del que ha denunciado estos días el incombustible Josep Sánchez Llibre desde la presidencia de la servil patronal catalana, para tratar de convencer a la facción díscola del Gobierno de la Generalidad de la necesidad de ampliar el aeropuerto, que no del “tsunami” con que la exvicerrectora debía de estar soñando despierta. Quiero decir que, incluso los que, según la portavoz, perdían el “tiempo en la confrontación”, serán merecedores del cacho de felicidad que el Gobierno de España se apresta a otorgarles.
Primero fueron los indultos. Ahora vendrá, tras la escenificación de la negociación paritaria entre gobiernos, como si de dos Estados se tratase, el pago en especie. Lo acostumbrado: más dinero, contante y sonante o en forma de inversiones, y más competencias. Todo en aras de esa mayor felicidad a la que hacía referencia la portavoz Rodríguez. O, si lo prefieren, de esa comodidad –ese “sentirse cómodo” en España–, a la que tantas veces ha aludido el nacionalismo catalán –y el vasco, claro– para portarse bien y seguir de paso llenando sus alforjas y ahondando en la desigualdad entre conciudadanos españoles. Lo hizo hasta 2012, hasta que el expresidente Artur Mas rompió la baraja y empujó a los suyos y a los de más allá a tomar las calles, dando inicio a lo que ha venido en llamarse el procés. Cierto es que este año la Diada ha sido menos concurrida que otras veces. Pero la violencia, esa que reclamaba con fervor Núria Pla, no ha desmerecido de la de los últimos tiempos. Ni es probable –basta atender a lo prometen los antisistema para el futuro inmediato– que vaya a disminuir si continúa gobernando el nacionalismo en Cataluña y si esa izquierda lastrada por sus peajes con el independentismo hace lo propio en el conjunto de España.
Eso sí, unos y otros serán más felices y hasta puede que no quepan en sí de gozo. Los primeros, porque seguirán engordando a costa de los demás. Y los segundos, porque de este modo lograrán prolongar hasta el término de la legislatura su permanencia en el poder.