Decía hace un par de domingos Jon Juaristi que “en la lengua española todas o casi todas las palabras están minadas por su uso en otros tiempos”. Tiene razón. No sé si todas o casi todas, pero sí muchas llevan adherida eso que Arcadi Espada denominó años atrás “marca temporal”. Juaristi ponía el ejemplo del calificativo sanchista, empleado hoy en día para designar a los partidarios de Pedro Sánchez o a los profesionales de su gobierno, y confesaba su sorpresa por haber descubierto la semana anterior que así se llamaba ya “a los partidarios de Sancho el Bravo, futuro Sancho IV, que se rebeló contra su padre, Alfonso X de Castilla, en 1282”. Claro está que la mina en cuestión remite aquí a una realidad tan lejana y desconocida del común de la gente que difícilmente va a explotarle a nadie que no sea un especialista en la materia o un erudito como él.
Distinto es el caso de otras marcas temporales. Así, los que ya arrastramos unas cuantas decenas de años, cada vez que leemos en un folleto turístico o en una crónica de periódico la expresión “marco incomparable” no podemos dejar de pensar en el Nodo, aquel documental que se proyectaba durante el franquismo y la Transición en las salas de cine españolas a modo de aperitivo de las películas. En él resultaba habitual oír la voz de Matías Prats –padre, claro– referirse al Palacio Real, al Estadio Santiago Bernabéu o al Hipódromo de la Zarzuela como “marco incomparable” en el que tenía lugar un determinado evento. De ahí que la expresión acarreara una marca que la volvía inservible en otros contextos, a no ser que quien la utilizara lo hiciera con retranca. O, si lo prefieren, a no ser que el hablante o escribidor de turno dejara explotar a sabiendas la mina que la expresión llevaba adherida.
Pero eso valía y sigue valiendo para los de nuestra generación o anteriores. Para los que ya nacieron y se formaron –un decir– en democracia, es muy probable que al escuchar o leer que tal paraje constituye un marco incomparable que uno no debería perderse por nada del mundo, su reacción, de haberla, se limite a la que consiste en ponderar la belleza o la singularidad de un paisaje. O sea, a una mayor o menor conformidad con la opinión ajena. Y, aun así, la huella de la expresión, al igual que la baba de un caracol, allí seguirá. Como esos sanchistas a los que aludía Juaristi, que antes de servir a Pedro Sánchez sirvieron al futuro Sancho IV.
Tal vez por ello los iluminados sociales se han caracterizado siempre por cierto adanismo lingüístico. Con ellos empieza la historia; lo heredado les incomoda, les molesta, les sobra. Y entre lo heredado figura en buena medida el lenguaje. Dado que las palabras dejan rastro y remiten a una realidad pasada, están convencidos de que hay que hacer con ellas tabla rasa, sustituirlas por otras, aunque sea para designar una realidad ya existente. Esa es, en gran parte, la razón de ser de lo que se conoce como lenguaje políticamente correcto. Cuando José Luis Rodríguez Zapatero, semanas antes de alcanzar la Presidencia del Gobierno, afirmaba en una entrevista que había invitado a Sonsoles Espinosa, su mujer, a un “proyecto vital compartido”, estaba diciendo, por supuesto, que un día se le declaró y le pidió que se casara on él. Pero estaba diciendo mucho más. Estaba trasladando a los ciudadanos a través de las páginas, si mal no recuerdo, de la revista Marie Claire que aquello de pedir a una mujer si quería vivir con uno eran cosas del pasado. Lo hacía con una fatuidad ciertamente ridícula, pero consonante con el nuevo feminismo naciente, el de los micromachismos y el empoderamiento de la mujer. Un nuevo feminismo al que nuestra izquierda política rendía ya por entonces pleitesía, también mediante el lenguaje.
De todo eso y de mucho más me propongo seguir hablándoles, si Dios quiere –otra herencia lingüística–, el próximo jueves.