Vaya por delante que nada tengo contra los grandes avances científicos y tecnológicos. Para entendernos: no soy en eso como Gaziel, que en la Barcelona de 1923, al tiempo que quedaba maravillado escuchando por primera vez en directo, gracias a la llamada «telefonía sin hilos» —es decir, a lo que hoy llamamos «radio»—, un concierto que tenía lugar a mil kilómetros de distancia, no dejaba de preguntarse cuántas desgracias iban a acarrearle a la humanidad aquellas ondas mágicas. Y aunque tampoco soy un optimista nato, ni uno de esos papanatas que se extasían ante cualquier novedad, y en particular si viene de fuera, considero que en esto, como en todo, lo importante, al cabo, es el balance. Y, qué quieren, hechas las cuentas, parece indudable que, con tanta ciencia y con tanta tecnología, hemos salido ganando.

Lo cual no impide que algunos de estos grandes inventos hayan procurado a la especie humana más de un inconveniente. Así, por ejemplo, y para seguir con las ondas —si bien en este caso de naturaleza distinta—, la irrupción en nuestras vidas del teléfono móvil. Les ahorro la enumeración del sinfín de ventajas; aquí el balance, como de costumbre, es altamente favorable al invento. Pero, entre los inconvenientes, hay uno al que nadie alude y que debería merecer, a mi juicio, cierta reflexión. Me refiero a la voz, y, muy precisamente, a la voz que uno se ve obligado a oír. Antes, una conversación telefónica era casi siempre un asunto privado. Las cabinas, ¿se acuerdan? La intimidad así lo exigía. Y hasta el decoro, o al menos eso creíamos algunos. Desde que existe el móvil, todo esto terminó. Ahora no hay espacio público en el que uno pueda sentirse a salvo. Ni la calle, ni el autobús, ni el metro, ni la consulta del médico, ni el vestíbulo del hotel, ni siquiera el ascensor, a poco que uno se vea en la necesidad de utilizarlo en compañía. Y lo peor, insisto, no es el pitido o la musiquilla, y su impertinente irrupción. No, lo peor no es el aparato; es el ser humano que lleva asociado.

Porque este hombre o esta mujer hablan. Qué digo hablan; gritan. Y uno no tiene más remedio que renunciar a la lectura del periódico o a lo que lleva en la cabeza y ponerse a escuchar. Sandeces, claro. Sin interés ninguno, como no sea para quien las propala y para el afortunado con el que supuestamente se comunica. Y ya sólo faltaba que, encima, tuvieran las dos manos libres. Porque, además de desplazarse, si la situación lo permite, de acá para allá, ahora este hombre y esta mujer gesticulan. Y se atusan el pelo. Y se hurgan los dientes, la oreja o la nariz. A sus anchas, como si estuvieran en casa. Y todo ello, claro, sin dejar de chillar. Créanme, no hay quien lo aguante.

ABC, 26 de octubre de 2008.

Los gajes de la movilidad

    26 de octubre de 2008