Lo cual no impide que algunos de estos grandes inventos hayan procurado a la especie humana más de un inconveniente. Así, por ejemplo, y para seguir con las ondas —si bien en este caso de naturaleza distinta—, la irrupción en nuestras vidas del teléfono móvil. Les ahorro la enumeración del sinfín de ventajas; aquí el balance, como de costumbre, es altamente favorable al invento. Pero, entre los inconvenientes, hay uno al que nadie alude y que debería merecer, a mi juicio, cierta reflexión. Me refiero a la voz, y, muy precisamente, a la voz que uno se ve obligado a oír. Antes, una conversación telefónica era casi siempre un asunto privado. Las cabinas, ¿se acuerdan? La intimidad así lo exigía. Y hasta el decoro, o al menos eso creíamos algunos. Desde que existe el móvil, todo esto terminó. Ahora no hay espacio público en el que uno pueda sentirse a salvo. Ni la calle, ni el autobús, ni el metro, ni la consulta del médico, ni el vestíbulo del hotel, ni siquiera el ascensor, a poco que uno se vea en la necesidad de utilizarlo en compañía. Y lo peor, insisto, no es el pitido o la musiquilla, y su impertinente irrupción. No, lo peor no es el aparato; es el ser humano que lleva asociado.
Porque este hombre o esta mujer hablan. Qué digo hablan; gritan. Y uno no tiene más remedio que renunciar a la lectura del periódico o a lo que lleva en la cabeza y ponerse a escuchar. Sandeces, claro. Sin interés ninguno, como no sea para quien las propala y para el afortunado con el que supuestamente se comunica. Y ya sólo faltaba que, encima, tuvieran las dos manos libres. Porque, además de desplazarse, si la situación lo permite, de acá para allá, ahora este hombre y esta mujer gesticulan. Y se atusan el pelo. Y se hurgan los dientes, la oreja o la nariz. A sus anchas, como si estuvieran en casa. Y todo ello, claro, sin dejar de chillar. Créanme, no hay quien lo aguante.
ABC, 26 de octubre de 2008.