De todos es sabido que Lluís Companys tuvo una mala muerte. Como la tuvieron, en aquellos años bárbaros, tantos ministros, poetas, diputados, religiosos, catedráticos, sindicalistas, banqueros, peones, militares, jueces, labradores, periodistas, amas de casa y hasta gente de mal vivir. Pero Companys no era nada de todo eso, aunque hubiera sido diputado, periodista y ministro. Companys era presidente de la Generalitat y semejante condición, cuando menos a juzgar por la insistencia con que los gobernantes catalanes reclaman para él un trato especial, parece eximirle de figurar junto al resto de las víctimas. En efecto, en los últimos tiempos, y de forma notoria desde que en Cataluña gobierna la izquierda nacionalista, cada vez que se acerca la fecha de su fusilamiento arrecia el rosario de declaraciones exigiendo la nulidad del proceso que lo llevó a la muerte. Este año, sin ir más lejos, ha sido el propio presidente Montilla quien ha asegurado frente a la tumba de su antecesor: «Arribarem fins al final i ningú ens aturarà». El final, por supuesto, es la anulación del juicio; el resto de la frase, pura cháchara.

La desdichada ley que hemos convenido en llamar «de la Memoria Histórica» terminó cerrando la puerta a una posible revisión de los juicios de la guerra civil y el franquismo, pese a los deseos de unos cuantos y del ubicuo juez Garzón. Fue, sin duda, uno de los pocos gestos de sensatez que tuvieron sus promotores. ¿Se figuran lo que sería ahora este país —¡y sus juzgados!— si hubiera que estar revisando todo aquello? Pero el actual Gobierno de Cataluña, tan experto en incumplir la ley y tan orgulloso de hacerlo impunemente, quiere establecer también en este caso, Companys mediante, un acuerdo bilateral con el Gobierno de España. Como si el Gobierno de España y el Estado al que este Gobierno representa tuvieran algo que ver con aquel juicio y aquella muerte. O como si las leyes por las que se rige hoy en día nuestra justicia tuvieran algo que ver con las vigentes entonces. Pero por intentarlo que no quede.

Lo que no acierto a comprender es cómo a nadie se le ha ocurrido todavía reivindicar un trato parejo al que reivindica nuestra izquierda nacionalista para la memoria del presidente catalán. Podríamos coger, por ejemplo, la figura del socialista Julián Zugazagoitia, quien tuvo una trayectoria muy similar, pues fue periodista, diputado, ministro y acabó sus días ante un pelotón de fusilamiento tras ser entregado por la Gestapo a la policía de Franco. Pero, dado que el valor simbólico no sería el mismo, yo propondría otra figura, la de José Antonio Primo de Rivera, fusilado en Alicante el 20 de noviembre de 1936 tras un juicio que careció, al igual que el del presidente catalán, de toda garantía procesal. No sé qué les parecerá la propuesta a los Saura, Puigcercós y compañía. ¿Cómo? ¿Que el juicio a Primo de Rivera ya fue anulado por el régimen anterior? ¿Y eso qué valor tiene? Nada, nada, aquí o todos moros o todos cristianos.

ABC, 18 de octubre de 2008.

La mala muerte de Lluís Companys

    18 de octubre de 2008