En la ciudad, yo soy un firme partidario del uso de la bicicleta. Estática, claro. Al igual que soy partidario, faltaría más, de esas cintas mecánicas en las que uno se hace la ilusión de correr, cuando es el mundo, en realidad, el que corre bajo sus pies. Cualquier ser humano tiene derecho a castigar el cuerpo a su antojo. O a ponerse en forma, que es como ahora le llaman a semejante actividad. Pero ese derecho, como todos al cabo, tiene sus límites. O debería tenerlos. Para el caso, esos límites infranqueables son, deberían ser, los gimnasios, los clubes deportivos o, por supuesto, el propio domicilio.

Lo que no es de recibo es que el espacio público ciudadano se llene de corredores, de ciclistas y de patinadores, transmutados a menudo en saltadores y equilibristas. A estas alturas, nos encontramos ya ante una verdadera plaga y, lo que es más grave, ante una plaga que nuestras autoridades, tan preocupadas por fomentar el deporte y, en la medida en que la bicicleta puede constituir una alternativa al coche, por ahorrar energía y reducir emisiones contaminantes —y, en último término, tan preocupadas por aparentar que están preocupadas por todo lo anterior—; que nuestras autoridades, digo, lejos de combatir, no hacen sino alentar con sus políticas y sus campañas. Es cierto que en muchas ciudades y en no pocos pueblos turísticos se han habilitado carriles especiales para tratar de encauzar tanto cuerpo en movimiento. Nada, es inútil. Por cada ciudadano rodante o corriente que respeta la norma, hay dos que se la saltan a la torera y circulan por donde les viene en gana, ya sea acera, césped o calzada. Con el peligro que esto supone para su integridad —aunque allá cada cual con su albedrío— y para la de los demás.

Entre los demás se hallan, en primerísimo lugar, aquellos bípedos a los que Lázaro Carreter, allá por los años ochenta del pasado siglo y en contra de lo que ya empezaba a ser costumbre, se resistía a llamar peatones. Sí, los viandantes, los pobres ciudadanos que nunca han sentido la necesidad de echar a correr o a rodar, ni mucho menos de convertir la calle en un circo. Para todos ellos, la vida ha cambiado. Antes, cuando salían a la calle, era para pasear; ahora, cuando lo hacen, es con la aprensión de que una bicicleta o un monopatín puedan llevárselos por delante. Su espacio, allí donde existía, ha quedado reducido a la mitad. La otra mitad está reservada a todos estos amantes del movimiento perpetuo. Y lo peor no es eso; lo peor es que ni siquiera en esa mitad de acera que tienen asignada están a salvo.

Yo soy, como sin duda habrán adivinado, uno de esos peatones. Y, a qué negarlo, cada día me resulta más difícil salir de casa.

ABC, 5 de octubre de 2008.

La ciudad no es para mí

    5 de octubre de 2008