Por más que el nacionalismo de por aquí, en cualquiera de sus múltiples variantes, haya convertido a Madrid en el culpable de cuantos males aquejan a los pobres y desdichados catalanes, el verdadero chivo expiatorio, el que recibe los insultos y las pedradas de nuestros almogávares —quizá porque siempre es más fácil tomarla con el débil que con el fuerte—, no es Madrid; son Andalucía y Extremadura. En efecto, ¿qué sería de la Cataluña nación sin el sur? ¿Qué sería de la clase política catalana si no hubiera hecho de la inmigración —del fenómeno inmigratorio, como gustan decir los profesionales de la cosa, tal que si se tratara de un personaje de feria— el eje de sus discursos? Y, si no, que se lo pregunten a Jordi Pujol, que en 1976 escribía —en catalán, claro—: «El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido (…) Si por la fuerza del número llegara a dominar, sin antes haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña». O a Heribert Barrera, que amplió incluso el abanico y metió en este sur a todo el que no fuera catalanohablante, viniese de donde viniese. O a Josep Antoni Duran Lleida, que la emprendió en la última campaña electoral con los jornaleros andaluces y extremeños, a los que afeó su alcoholismo subsidiario. Pero, junto a esas puyas racistoides, nuestros políticos —y en especial los de izquierda— han practicado, con respecto al sur, un doble lenguaje acaso mucho más deleznable. Por un lado, aceptación del peaje identitario, concretado en la imposición del catalán como única lengua institucional. Por otro, reivindicación de unos orígenes sureños, de primera, segunda o tercera generación. Primero fue el mudo Montilla, descubriendo que había nacido en Iznájar (Córdoba). Y ahora la gárrula Chacón, yéndose a Olula del Río (Almería), pueblo natal de su padre, a ofrecerse como candidata a la secretaría general del PSOE. ¡Ah, si el sur no existiera!

ABC, 7 de enero de 2012.

El sur de Cataluña

    7 de enero de 2012