La querencia de Artur Mas por la analogía en su empeño por explicar las bondades de la independencia de Cataluña empieza a resultar, además de grotesca, tremendamente sintomática. La semana pasada les recordaba aquí mismo el cartel electoral de Moisés guiando al pueblo. Con anterioridad, el presidente de la Generalitat había echado mano del viaje a Ítaca, inducido por la insoportable salmodia de Lluís Llach. Y luego llegaron los Gandhi, Martin Luther King o Nelson Mandela, sacados a colación a modo de faros o, incluso, de «alter egos». Por supuesto, tampoco han faltado en este campo los países. Piénsese en aquella Escocia que no pudo ser. Por no hablar de Kosovo. O de la Dinamarca soñada. Y ahora le ha llegado el turno a Estados Unidos. A Mas le parece que el caso catalán es semejante al de los Estados Unidos: si estos «se emanciparon de su metrópoli, el Reino Unido, y tuvieron claro que su camino era de futuro, era un camino de libertad», ha declarado en su reciente visita a Nueva York, pues nada, los catalanes, a su juicio, están en lo mismo. Y hasta se ha entregado al obsceno paralelismo de 11-S: su 2001, nuestro 1714, ha afirmado.
Dejemos a un lado el sonrojo y la vergüenza ajena que semejantes comparaciones deben de provocar en cualquier ciudadano de Cataluña, para centrarnos, como indicábamos al principio, en lo que tiene de sintomático esa necesidad analógica en la que cae y recae el presidente de la Generalitat. La analogía es un báculo, un punto de apoyo en la confección de un discurso, por cuanto permite llegar con antelación y de forma mucho más eficaz al objetivo buscado. Pero, por eso mismo, la analogía es el arma predilecta de predicadores de toda laya, embaucadores profesionales y políticos populistas. Del mismo modo que supone un atajo en el tiempo, lo supone en el razonamiento. Basta con que los términos o los conceptos puestos en relación difieran en sus fundamentos para que la operación y su propósito constituyan un fraude de ley. O, en lo que aquí nos ocupa, para que todo el mundo se aperciba de la inanidad del personaje y de la bochornosa inconsistencia de sus delirios.
(ABC, 11 de abril de 2015)