Por supuesto, que ello ocurriera en Andalucía tampoco era casual. Según el último informe PISA (2012), esta Comunidad tiene el triste honor de figurar en el furgón de cola español ¬—junto a Extremadura, Murcia y Baleares— en lo que al rendimiento académico de nuestros jóvenes quinceañeros se refiere. Pero una cosa es que la educación fuera una preocupación para quienes aspiraban a gestionar la cosa pública en Andalucía, y otra muy distinta que la solución al problema debiera pasar por un pacto educativo. O, en otras palabras, por un acuerdo entre las partes a fin de enderezar el rumbo de la enseñanza en la Comunidad y superar de una vez por todas la inestabilidad que conllevan los constantes cambios legislativos y las políticas que de ellos se siguen.
Llegados a este punto, conviene precisar un par de aspectos. Cuando hablamos de pacto, y por más que hayamos tomado como ejemplo las recientes autonómicas andaluzas, nos referimos por igual al que puede llegar a establecerse en una Comunidad cualquiera dotada de competencias para legislar —Andalucía en este caso¬— que a uno que afecte al conjunto del Estado, esto es, a un pacto de Estado. Al fin y al cabo, y por seguir con PISA, el nivel educativo de los jóvenes españoles continúa estando por debajo de la media de la UE y muy por debajo de la de la OCDE, es decir, de la de los países económicamente desarrollados. Y en cuanto a la tasa de abandono temprano de la educación y la formación, si bien ha ido reduciéndose en los últimos años, permanece a años luz de los estándares europeos —según los indicadores del Ministerio de Educación, en 2013 era de un 23,5%, cuando el límite fijado por la UE para 2020 es de un 10%—. Existen, pues, razones más que suficientes para tratar de ponerle remedio, con pacto de Estado o sin él.
El segundo aspecto que conviene precisar es el de las partes. O sea, qué se entiende por partes cuando hablamos de educación. Antes, la enseñanza, y en particular la pública, era cosa de maestros y profesores. O sea, de enseñantes. Ahora es cosa de la llamada comunidad educativa; a saber: enseñantes, psicopedagogos, equipos directivos, asociaciones de padres de alumnos, sindicatos docentes y estudiantiles, y hasta personal administrativo. Sobra añadir qué clase de acuerdos pueden salir de ese batiburrillo de intereses, capacidades y pareceres. Claro que por encima de esos agentes educativos —así se les llama hoy en día en la jerga del sector— se hallan en teoría nuestros representantes políticos, que son, en definitiva, quienes terminan legislando y velando por el cumplimiento de esa legislación.
Y si esos representantes aspiran a alcanzar algún día un pacto de Estado de Educación deberán resolver ante todo una serie de disyuntivas, por cuanto, de no hacerlo, cualquier intento de acuerdo será baldío. La primera es la que se plantea entre libertad e igualdad o, si lo prefieren, entre calidad y equidad. En las tres últimas décadas el dilema se ha resuelto a favor del segundo de los elementos. Admitamos que era necesario, que las condiciones de la enseñanza pública en España después de una larga dictadura y, en especial, tras la prolongación de la escolaridad obligatoria hasta los 16 años así lo requerían. Pero en estos momentos si de algo carece nuestra enseñanza es de calidad. Basta echar una ojeada de nuevo a PISA 2012 para convencerse de ello. Así como en equidad estamos prácticamente en la media de la OCDE, en calidad nos hallamos bastante por debajo de ese mismo promedio. Esa primera disyuntiva, pues, debe solucionarse devolviendo al esfuerzo y al mérito, esto es, al cultivo de la inteligencia, un lugar primordial en la escala de valores de nuestro sistema de enseñanza.
Un segundo dilema que habrá que afrontar es el del profesorado. Habrá que decidir, en efecto, si los maestros y profesores deben seguir teniendo ese papel vicario que les ha sido asignado en el conjunto de la llamada comunidad educativa o si, por el contrario, deben recuperar su función cenital, esa «auctoritas» que jamás deberían haber perdido. Lo que comportaría, por cierto, dotarles de una formación tan adecuada como exigente.
Y la tercera y no por ello menos importante disyuntiva es la que afecta a las competencias educativas. Consiste en decidir si hay que dejarlas, como hasta ahora, en manos de las Comunidades, o si hay que devolverlas al regazo del Estado. Entre otros motivos, por la permanente deslealtad que los gobiernos nacionalistas de algunas Comunidades tienen para con el Estado del que forman parte.
Sin la previa resolución de esas disyuntivas, cualquier intento de pacto de Estado estará condenado al fracaso. No del pacto en sí, que acaso pueda alcanzarse, sino de su objeto: el rescate de la educación en España, y su consiguiente y apremiante mejora.
(ABC, 6 de abril de 2015)