A mediados de octubre del año pasado, la localidad coruñesa de Sada recibía los restos del galleguista Ramón Suárez Picallo, muerto en 1964 en el exilio bonaerense. Las pocas crónicas que acompañaron la llegada de las cenizas de Suárez Picallo destacan algunos rasgos de su personalidad, como su pasión por la lectura, sus dotes de orador o su gran ternura. También rememoran, claro, los aspectos más notorios de su vida: su origen humilde, su emigración precoz a Buenos Aires —casi tan precoz como la de su paisano Julio Camba—, su toma de conciencia política, el ejercicio del periodismo, su condición de diputado durante la Segunda República, la tragedia de la guerra civil —un hermano suyo fue «paseado» por falangistas— y los claroscuros del exilio. Pero ninguna de ellas hace hincapié en algo tan relevante como que Suárez Picallo, siendo ya diputado de las Constituyentes, obtuvo el título de bachiller.

Sí, lo que han leído. Comprendo que semejante dato pueda parecer a estas alturas de lo más baladí. Sin embargo, cuando uno traza la semblanza de un personaje, debe tener en cuenta la época que le tocó vivir. Y esta época, tan reducida hoy en día, por desgracia, a la diatriba o la apología, se caracterizaba, entre otras cosas, por la importancia acordada a un título de bachiller. Figúrense si tenía importancia que hasta el vespertino «La Voz», en su edición del 28 de septiembre de 1932, consideró necesario dedicar un breve al acontecimiento. Se titulaba «El diputado señor Suárez Picayo (sic) obtiene el título de bachiller» e informaba de que el político sadense había sido «muy felicitado y obsequiado por sus amigos con un banquete».

Nada es como era, por supuesto. Los más ingenuos dirán que para bien: si la obtención del bachillerato ya no merece ninguna celebración, señal de que las cosas de la enseñanza han entrado por fin en la senda de la normalidad. Actualmente todo el mundo puede estudiar; de ahí que un título de bachiller valga tan poco. Por no decir uno de licenciado —que es a lo que equivale, en el mejor de los casos, aquel bachillerato—. Desde luego. Pero la ausencia de celebración revela también la ausencia de mérito, de reconocimiento. Y de consideración social. No sé cuántos diputados habrá hoy en las Cortes que no sean bachilleres. Pero si sé que hay varios que no son licenciados. ¿Se imaginan a alguno de ellos siendo homenajeado por sus correligionarios por haber logrado, al fin, la tan ansiada licenciatura? ¿Verdad que no? Y es que no les hace ninguna falta —la licenciatura, no el homenaje—.

Por cierto, según consta en los archivos del Congreso, en 1936, cuando logró su segunda acta de diputado, Ramon Súarez Picallo era ya abogado.

ABC, 1 de febrero de 2009

Aquel bachillerato

    1 de febrero de 2009