Todos tenemos nuestros pequeños momentos de felicidad. En lo que a mí respecta, uno de estos momentos coincide con el acto de desayunar en un hotel. Por supuesto, la existencia del momento dependerá del desayuno, que es como decir que dependerá del hotel. Pero, en fin, supongamos que uno y otro están a la altura. Y supongamos también que el establecimiento dispone de unos cuantos periódicos del día. Pues bien, así las cosas, mi felicidad será completa. A menos que en la sala haya música. Cualquier música. Da igual que sea clásica o moderna, jazz, punk, latina, country, flamenco o hip hop. Es música, y con eso basta.

No vayan ahora a creer que, entre mis fobias, está el arte de las musas. En absoluto. Sólo que me gusta elegir —el qué y, sobre todo, el cuándo—. Del mismo modo que no soportaría tener que oír, mientras desayuno, la lectura de un poema o de un trozo de novela simplemente porque alguien se empeña en ello, no veo por qué tengo que aguantar esa música ambiente. Y más cuando hasta hace bien poco no era así. Al menos en los hoteles. Estaba el bar, es cierto, pero la cosa no pasaba de allí. Ahora la invasión es un hecho —restaurante, pasillos, lavabos, ascensores—, y ya únicamente se salva del asedio la habitación. Hasta nuevo aviso.

En realidad, es como si, dando entidad a la vieja metáfora del hilo musical, la sociedad hubiera tirado del hilo hasta la náusea. A estas alturas, dudo que quede todavía algún espacio público libre de música. Entren en cualquier tienda de ropa y encontrarán el chimpum chimpum de rigor. Si residen en una ciudad provista de metro, acérquense a él. Una vez superados los músicos ambulantes que llenan los pasillos y se ganan la vida como pueden, llegarán a un andén donde muy probablemente les aguarde también la música —eso sí, enlatada—. Aterricen en un vestíbulo de aeropuerto, dense una vuelta por una gran superficie comercial, acudan a la consulta del médico; tres cuartos de lo mismo. Miren cómo estará el asunto que hasta en La Moncloa —el espacio público por excelencia, pues allí reside el presidente del Gobierno—van a instalar, si no lo han hecho ya, unos retretes tuneados. Luego que nadie se extrañe de que la SGAE, aun en tiempos de crisis, siga reclutando espías para aumentar sus ganancias.

Ignoro a qué debemos esa pandemia. Pero intuyo que algo tendrá que ver con la creencia de que la música, aparte de amansar las fieras, acompaña y hace la vida más llevadera. Una creencia que no anda muy lejos, por cierto, de la que empujaba a Balbina en «Un día volveré», la gran novela de Marsé, a plantarse ante su cuñado Jan Julivert, que estaba leyendo, y a darle conversación. No fuera cosa que el pobre se aburriera.

ABC, 28 de diciembre de 2008.

Con la música a otra parte

    28 de diciembre de 2008