Entre las múltiples razones aducidas para oponerse al propósito presidencial están, en primerísimo lugar, las que resultan de la coyuntura económica. En tiempos de crisis, sólo falta que nuestros gobernantes, en vez de reducir —o, como mínimo, procurar contener— el gasto de la Administración, lo fomenten sin necesidad ninguna. Y, además, de forma estructural. Si bien los ministerios, en cualquier Gobierno, son de quita y pon, cuando su engendramiento no reviste otros tintes que los ideológicos o propagandísticos —como es el caso, en España, de los de Igualdad y Vivienda— tienen la vida asegurada. Al menos, mientras sigan mandando los que mandan.
Pero, dejando a un lado estas y otras razones, lo que en verdad justifica una oposición decidida a la hipotética creación de un Ministerio del Deporte es, por muy paradójico que parezca, el papel cenital que ha adquirido en nuestras vidas la propia práctica deportiva. Y, en especial, quienes la protagonizan. Como muy bien observa Robert Redeker en «Le sport est-il inhumain?», el deporte y sus estrellas han ido ocupando el lugar que otrora ocupaba la política —entendida como la actividad de quienes rigen los asuntos públicos, pero también como la imprescindible intervención de los ciudadanos en esos mismos asuntos—. Y en ese proceso, auspiciado por los medios de comunicación y que ha terminado por convertir a la propia política en un espectáculo, los intelectuales han tenido mucho que ver. Baste recordar, por ejemplo, la explosión de adhesiones inquebrantables generada este verano por la conquista del Campeonato de Europa de Fútbol. O los sempiternos artículos de ilustres plumíferos cada vez que se avecina un Barça-Madrid. Así las cosas, elevar el deporte al rango ministerial sería el colmo de los despropósitos.
Y es que el deporte, como la cultura, debería seguir cosido a la educación. Sí, al Ministerio de Educación, como una parte más del proceso formativo. Este es su lugar en la esfera pública, el único razonable. Uno de los grandes errores de los socialistas fue la creación, a imitación de nuestros vecinos franceses, de un Ministerio de Cultura. Desde entonces, la política cultural ha consistido básicamente en fomentar el espectáculo y el negocio, subvencionando a espuertas. Y está visto que no hemos escarmentado.
ABC, 7 de diciembre de 2008.