Es posible que la condición de primario que le adjudicó José Bono sea la que más convenga al diputado Joan Tardà. Por supuesto, no en la acepción de «principal, esencial», sino más bien en la de «primitivo, poco civilizado», esto es, «rudimentario, elemental, tosco». Aun así, que el presidente del Congreso recurriera a semejante vocablo para tratar de excusar los exabruptos de su compañero de fatigas parlamentarias, plantea algunos interrogantes. Para empezar, uno se pregunta qué hace alguien así —alguien capaz de reclamar, voz en grito, la muerte del Borbón y de tildar al Tribunal Constitucional de corrupto— en el Congreso de los Diputados. Iba en las listas, dirán. Ha sido elegido democráticamente, precisarán. Sin duda. Pero alguien incapaz de controlar sus instintos y de respetar las normas que han hecho de él un diputado no merece seguir viviendo a costa del erario público.

Y luego está la cultura. La que se le supone. Si todavía fuera un analfabeto —un primario muy primario, para entendernos—, uno podría hacerse cargo de determinados desatinos, como el de confundir la Guerra dels Segadors contra Felipe IV con la Guerra de Sucesión contra Felipe V —o sea, a un Austria con un Borbón—, que es lo que hizo el diputado Tardà la misma noche de autos cuando trató de justificar a un medio de comunicación la pertinencia de sus proclamas —al día siguiente se corrigió, o se lo corrigieron—. Pero no es este el caso. Cuando menos a juzgar por la licenciatura en Filosofía y Letras que dice acreditar, e incluso —aunque aquí uno ya no las tiene todas consigo, dado el chusquerío reinante— por la cátedra de Lengua y Literatura Catalanas que le espera, si un día deja el cargo, en un instituto de enseñanza secundaria.

Sea como fuere, la zapatiesta originada por la intervención del diputado Tardà, cual portentoso macho cabrío, en el aquelarre organizado por las juventudes de su partido el pasado Día de la Constitución ha traído cola. La primariedad tiene esas cosas. Por ejemplo, que a uno sólo le entiendan y le jaleen los de su misma condición. Y que los demás, secundarios y terciarios, o callen —sobre todo si son catalanes— o se enojen y exijan, en consecuencia, algún correctivo medianamente reparador. Por de pronto, el diputado Tardà ha seguido hablando. Es de agradecer. Entre otras cosas, porque ha dicho una gran verdad. Que los medios, esos que, según él, le criminalizan, habían sacado sus palabras de contexto. Y, en efecto, eso hicieron los medios. Y, en general, el común de la gente que a través de estos medios interpretó sus palabras. Todo el mundo pensó que estábamos en diciembre de 2008, celebrando el treinta aniversario de la aprobación en referéndum de nuestra Carta Magna. Y que el acto y la soflama del diputado Tardà tenían lugar en este mismo contexto.

Pues no. Nada más erróneo. La política catalana lleva mucho tiempo instalada en el pasado. A veces es la Edad Media. A veces 1714. A veces 1931 o 1936. Y las más de las veces es el franquismo, ese magma incorpóreo y recurrente. Cualquier manifestación de un político catalán se produce, por lo general, con el báculo del pasado. De no ser así, difícilmente se tendría en pie —y la afirmación vale lo mismo para el acto de habla que para el político que lo ejecuta—. Por eso el diputado Tardà no miente cuando asegura que sus palabras fueron sacadas de contexto. Lo fueron. Él estaba entonces, como suele, dándose una vuelta por el pasado. Si me apuran, en pleno delirio, defendiendo la ciudad de Barcelona contra las huestes del Borbón. Y aunque su caso, justo es reconocerlo, resulta algo extremado, sus compañeros de partido no le van a la zaga. Repasen lo dicho a lo largo de estos últimos años por los Carod, Puigcercós, Ridao, Huguet, Benach, Puig y compañía, y se convencerán de ello.

Y no es sólo Esquerra Republicana quien le da al manubrio del tiempo. También Iniciativa per Catalunya, la formación liderada por los dos Joans, Saura y Herrera. Una y otra comparten el honor de ser las únicas fuerzas políticas en activo —en el caso de Iniciativa, con el PSUC en la trastienda, hibernando ma non troppo— que fueron arte y parte en nuestra guerra civil. Y que la perdieron, qué casualidad. Con todo, las formas no son las mismas. Así como los comunistas de ayer siguen empeñados en forzar la ley hasta el paroxismo con el afán de reescribir el pasado —la llamada Ley de la Memoria Histórica y, en Cataluña, el Memorial Democrático no son otra cosa, al cabo—, los independentistas de Esquerra, aun sin hacerle ascos al procedimiento parlamentario, prefieren otras vías. Y es que su objetivo no es tanto reescribir el pasado como borrar el presente. Y si puede ser de un plumazo. De ahí su querencia enfermiza por el fuego. La pira funeraria levantada la víspera del Día de la Constitución frente al Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona por los cachorros republicanos, y el consiguiente encendido del ataúd constitucional, no sólo puso un digno broche a la ardorosa intervención del diputado Tardà, sino que se inscribió en la larga serie de incineraciones que las juventudes del partido vienen realizando, con la aquiescencia y el aplauso de sus mayores, de un tiempo a esta parte. Baste recordar las ya tradicionales quemas de banderas españolas, o las más recientes de fotografías con el retrato del Rey y la Reina.

Al fin y al cabo, este es el presente que desearían borrar. El del Estado de Derecho, el de la única democracia verdadera de que ha disfrutado este país en toda su historia; en una palabra, el de la España constitucional, representada por la bandera, la Corona y la propia Constitución. La negación de estos símbolos, su destrucción sistemática, no tiene, en el fondo, otro fin. En este sentido, la instalación del partido y sus jerifaltes en ese falso pasado, en esa República de sus amores de la que nada saben más allá del mito y a la que añaden, como una suerte de dobladillo, el ensueño de un Estado catalán, no es más que un burdo recurso. Tan burdo como absurdo. Pero resulta. Al menos para ese quince por ciento de electores catalanes que suelen confiarles su voto en las elecciones autonómicas.

En cuanto al resto de las fuerzas políticas, empezando por Iniciativa per Catalunya y siguiendo con los socialistas de Montilla y los convergentes de Mas, no parece que el comportamiento de sus aliados pasados, presentes o futuros, esto es, de los republicanos, les incomode lo más mínimo. A juzgar por sus reacciones, lo que en verdad les incomoda, e incluso les sulfura, es la hipotética respuesta del Estado. Y es que ellos también viven del pasado y de sus conflictos, de la constante evocación de una España felizmente enterrada que no guarda relación ninguna con la actual. Tal vez la máxima expresión de esa locura retrospectiva sea el proyecto de Estatuto de Autonomía que las cuatro formaciones políticas aprobaron el 30 de septiembre de 2005 en el Parlamento catalán y que las Cortes Generales tuvieron a bien cepillar en parte. La prenda está ahora en manos de ese Tribunal Constitucional que el diputado Tardà no ha dudado en calificar de corrupto. Confiemos en que acabe de pasarle el cepillo. Que es como desear que lo que salga de su sabio proceder remita, en la medida de lo posible, al presente.

ABC, 14 de diciembre de 2008.

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    14 de diciembre de 2008