Ese marco al que se refiere el título no es, lo habrán intuido, la vieja moneda alemana a cuyo derrumbe colosal asistieron hará cerca de un siglo Josep Pla y su amigo Eugeni Xammar, lo que les permitió compaginar sus respectivas tareas periodísticas con la dolce vita que les procuraba, a la hora del cambio de divisa, una peseta súbitamente fortalecida. No, ese marco es otro marco, mucho más cercano al del cuadro que todos tenemos en algún rincón del dormitorio o de la sala de estar. Ese marco, en una palabra, es el de Lakoff.
George Lakoff, un reputado lingüista estadounidense, definió hace un par de décadas una teoría, sustentada en los avances de la neurociencia cognitiva –Lakoff también es científico cognitivo–, según la cual las personas piensan en marcos. Un marco, para él, es un conjunto de valores que actúa a modo de receptáculo de cualquier hecho, idea o razonamiento que, por así decirlo, llame a la puerta del cerebro. Pero no todos esos hechos, ideas o razonamientos son bienvenidos, no todos alcanzan a cruzar el umbral. Sólo aquellos que encajan en el conjunto de valores que definen el marco en cuestión.
Por otra parte, dichos valores, aunque individuales, son compartidos. Se asemejan en eso a las creencias. Y también en que no requieren de un contraste con la realidad, con el mundo de los hechos, para afirmarse –lo que no significa, claro, que ese contraste no pueda existir–. No debería sorprender, en este sentido, que una de las principales aplicaciones de la teoría del marco se dé en el campo de la política y del discurso público. El propio Lakoff, escorado ideológicamente a babor, construyó su teoría para ayudar al Partido Demócrata en su lid electoral contra el Republicano. Este último tenía un marco fuertemente asentado entre la población estadounidense, un marco en el que los representantes públicos demócratas, que carecían de un asidero parecido, quedaban sistemáticamente atrapados. Lakoff abogaba, pues, por la creación de ese marco de valores demócrata. Un marco privativo, para entendernos, distinto y distante del republicano. De ahí que el libro en que desarrolló su teoría lleve por título ¡No pienses en un elefante!
Esa contraposición entre marcos es característica de los regímenes democráticos. También del que tenemos por estos lares, claro. Aunque la clase política española sea ahora mucho más variopinta que en los albores de nuestra monarquía constitucional, puede decirse que nos seguimos moviendo, a grandes rasgos, entre dos marcos, el de la izquierda y el de la derecha, con todas las matizaciones que quepa introducir en cada bloque. Aun así, en el caso español –al igual probablemente que en el portugués y el griego, como tan bien ha estudiado Ángeles González-Fernández en su ensayo Transiciones a la democracia en Portugal, Grecia y España– esos marcos han contado desde los años ochenta del pasado siglo con algo así como un marco superior, no partidista y asumido y compartido por una gran mayoría de ciudadanos. Me refiero al generado por los valores de la Transición.
Como los nombres importan, merece la pena recordar que el de Transición –en puridad, “transición de la dictadura a la democracia”– no deja de ser una solución de compromiso entre los dos términos antitéticos que estaban entonces en liza: reforma y ruptura. Una suerte de sincretismo, si lo prefieren, entre los marcos que el centro y la derecha, por un lado, y la izquierda toda –socialista y comunista– por el otro, habían establecido ante la cercana desaparición de la figura del dictador. Ese marco de la Transición, que bien podríamos llamar constitucional en tanto en cuanto la Constitución de 1978 constituía –valga la redundancia– su encarnación y amparo, reunía una serie de valores con los que se identificaba, como ya he indicado, una grandísima parte de la población española. Acaso el esencial, por no citar más que uno, fuera el de la concordia, el de la renuncia al enfrentamiento civil, la apuesta por el diálogo y por el pacto –siempre dentro de la ley– como método de resolución de conflictos.
Ahora ese marco superior, y los valores en él contenidos, está seriamente devaluado. Como si de una moneda se tratara, cotiza cada vez más bajo. Bien es verdad que en su depreciación ha tenido un peso esencial la asunción, por parte de nuestras fuerzas políticas mayoritarias y durante décadas, de otro marco, el de los nacionalismos catalán y vasco. Una asunción interesada, sobra precisarlo, cuando lo que priva es el acceso al poder o su conservación, pero no exenta de costes que en buena medida no pueden ya compensarse. Con todo, si el Partido Socialista hubiera preservado en lo que va de siglo esos valores, como sí ha hecho en todo momento el Partido Popular, tendríamos hoy una Monarquía constitucional mucho más fuerte y un jefe del Estado que podría sentirse infinitamente más arropado en su labor, empezando por la parte que corresponde al propio Gobierno. Así las cosas, sólo nos queda desear que nuestro marco común no siga devaluándose durante el resto de la legislatura y que en la próxima llamada a las urnas una mayoría suficiente de ciudadanos estemos en condiciones de volverlo a fortalecer con nuestros votos.
(VozPópuli, 24 de diciembre de 2020)