En España, la Restauración con mayúscula y por antonomasia es la borbónica. Ignoro si los libros de historia de nuestro Bachillerato siguen hablando de ella, si bien me figuro que algo dirán de sus venturas y desventuras –más de las segundas, sin duda, aunque sólo sea porque entre los autores de esos manuales y los profesores que se sirven de ellos para impartir la materia suelen pesar más las afinidades republicanas que las monárquicas–. En todo caso, estoy convencido de que España necesita como agua de mayo una nueva Restauración. Por supuesto, el objeto no sería ya la vuelta de la monarquía; esta ya volvió –felizmente– tras la muerte del dictador, y sus pasos y sus logros, empezando por la Constitución de 1978, han contado siempre con el refrendo de una gran mayoría de los españoles. En aquel entonces, más que de “restauración” se habló de “transición hacia la democracia”, pero esta transición –como nadie que lo viviera o lo haya estudiado en lo sucesivo puede negarlo sin faltar a la verdad– consistió en la restauración de un régimen de libertades del que el país llevaba décadas privado. (Más incluso: en la restauración y en la mejora de lo conocido hasta aquella fecha.)
En sus Memorias de ultratumba Chateaubriand asociaba la Restauración monárquica que siguió al Imperio napoleónico al “principio fijo” de la libertad. (Al Imperio lo identificaba con la fuerza y a la República que le precedió, con la igualdad.) Más allá de las características que pudiera tener esa libertad de hace más de dos siglos tras los estragos de todo tipo causados por la Revolución, lo importante es que se trataba de una libertad regulada. Que no existía, dicho de otro modo, en contra ni al margen de la ley. Hace unos días, y a propósito de los indultos, Fernando Savater lo recordaba con inmejorables palabras en un artículo publicado en El País (“Indulgencia plenaria”, 23-6-2021): “Lo que fomenta la convivencia democrática es el respeto y el temor a la norma compartida: vivir en democracia es no tener que obedecer los caprichos de nadie sino solamente lo establecido por la Ley”. Y esta es, a mi modo de ver, la Restauración que este país necesita a día de hoy de forma apremiante.
En lo que va de siglo –y, en concreto, desde la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero– ha crecido en España la sensación de impunidad. Y lo que es más grave: junto a la sensación, la impunidad misma. Por supuesto, gran parte de la culpa la tiene la incapacidad de los sucesivos gobiernos de España de plantar cara a los constantes quebrantamientos llevados a cabo por los nacionalismos y, en especial, por el catalán, con su desafío al orden constitucional mediante un golpe de Estado, su imposición de una lengua autonómica en la escuela y las instituciones en detrimento de nuestra lengua común, o su empecinamiento en desobedecer las sentencias de los tribunales, sean estos de Cuentas o de otra índole. Pero no sólo las fechorías del nacionalismo han quedado impunes.
Por poner un ejemplo: aquel “respeto y temor por la norma compartida” a que aludía Savater también ha caído en barrena en lo referente al derecho a la propiedad, sistemáticamente conculcado con la ocupación no penalizada de viviendas. Y acaso lo más trascendente no sean ya los propios hechos en sí, sino la manera sutil de afianzarse en la mentalidad de las generaciones más jóvenes el desprecio por cualquier tipo de norma. Las últimas reformas introducidas en el sistema educativo español, donde la disciplina y la autoridad del profesor vienen sufriendo desde la promulgación de la Logse un desgaste palmario, no hacen sino reforzar ese desprecio. ¿Cómo van a sentir nuestros niños y jóvenes una motivación cualquiera para el esfuerzo, un respeto o un temor por el fruto de su trabajo, si pueden progresar adecuadamente en sus estudios obligatorios y postobligatorios aun cuando su expediente académico esté sembrado de suspensos?
Es esta, en suma, la Restauración que urge, la que debe devolver a los ciudadanos españoles la confianza en el Estado de derecho y en cuanto conlleva. Por desgracia, no está en las manos del presente Gobierno garantizarla. Al contrario, su gobernanza no hará más que agrietar los pilares de nuestro edificio constitucional. Pero hasta que las urnas nos permitan cambiar dicho estado de cosas, nos corresponde combatir la erosión pasada y presente con la fuerza de las palabras y los hechos.
(VozPópuli, 1 de julio de 2021)