Decir que Somescola es en buena medida Òmnium Cultural no puede considerarse en modo alguno un disparate. La entidad presidida por la inefable Muriel Casals es, sin duda, la más influyente de cuantas componen el entramado y, sobre todo, la más rica, pues maneja un presupuesto de varios millones de euros, en gran parte públicos. Pero, más allá de esa circunstancia, Somescola se caracteriza por constituir un conglomerado subsidiado hasta la médula y en el que todos los sectores vinculados a la enseñanza están generosamente representados: sindicatos docentes; federaciones de asociaciones de padres de alumnos; organizaciones pro enseñanza en catalán o pro catalán a secas; la academia de la lengua, esto es, el Institut d’Estudis Catalans; centros promotores del multilingüismo; organismos oficiales o no, vinculados a la infancia y la adolescencia; etc. No queda, pues, ningún vacío que cubrir, excepto el encarnado por la propia Administración. Lo cual, sobra añadirlo, no cambia para nada la cosa, dado que la Administración educativa —o sea, el Departamento de Enseñanza y, en último término, el Gobierno de la Generalitat— no sólo es copartícipe del propósito insurreccional de la plataforma autodenominada «cívica y educativa», sino que no ha cesado en ningún momento de alentarlo con sus medidas y declaraciones.
Como muestra, lo ocurrido anteayer cuando una representación de Somescola se reunió con la consejera Rigau. Cuentan las crónicas que los visitantes exigieron a la consejera «firmeza». Firmeza del Gobierno autonómico ante la implantación de la Lomce a partir del curso que viene, y firmeza también ante la ejecución de las sentencias judiciales. Para Somescola, se trata de «una cuestión de democracia y de país» —y ya se sabe lo que el nacionalismo catalán entiende por «democracia» y lo bien que acostumbra a blindarse con el sintagma «de país»—. Y cuentan también las crónicas que Rigau fue receptiva a tales requerimientos —así como a la petición de unas directrices claras con vistas al próximo año escolar— y se comprometió a mantener la «normativa catalana». Lo que equivale a decir, en suma, que bendijo la insumisión que la entidad de entidades promueve en su incesante y ya prolongada campaña.
Admito —lo contrario sería de una ingenuidad manifiesta— que está lejos el día en que Cataluña pueda contar con un gobierno no nacionalista. O con un gobierno de coalición donde el nacionalismo, aun minoritario, no lleve, en último término, la voz cantante. Pero si tal día llegara —seamos optimistas—, el primer deber de ese gobierno sería desmantelar cuanto antes ese conglomerado. ¿Cómo? Cerrando, ante todo, el grifo de las subvenciones. Sin ese dinero, gran parte de las actividades de agitación y propaganda de Somescola quedarían sin efecto. Claro está que no bastaría con eso, tal y como ha demostrado el caso de Baleares, donde la Asamblea de Docentes contó, para su manutención durante la huelga indefinida del pasado mes de septiembre en contra de la implantación del decreto de trilingüismo y a favor, en definitiva, del mismo modelo de inmersión vigente en Cataluña, con distintas aportaciones de particulares que, unidas a un considerable trapicheo en colegios e institutos, le permitieron capear el temporal. En el fondo, toda política de desmantelamiento llevará su tiempo, lo que en este caso significa sus años. Pero hay que porfiar, no queda otra. Porque no son escuela —la escuela es otra cosa—. Son sólo un quiste profundo difícil de extirpar.
(Crónica Global)