Así pues, aquel 16 de noviembre de 2003 lo único que parecía estar en juego en Cataluña era el reparto de carteras. Pero pronto se advirtió que las cosas no iban a ser tan sencillas. En las jornadas siguientes, mientras Carod se paseaba por las pantallas llave en mano, chuleando, sus lugartenientes se reunían por separado con convergentes y socialistas, a ver quién daba más. La otra opción de gobierno —en la que, además del PSC, participaban los ecocomunistas de Iniciativa per Catalunya— empezaba así a tomar cuerpo. Podía tratarse, claro, de una escenificación pura y simple de la equidistancia que tanto había reivindicado ERC durante la campaña; de una forma de llamar la atención y rentabilizar al máximo ese medio millón largo de votos —un 16,5 por ciento de los electores— obtenido en las urnas; de una suerte de dilación para terminar alcanzando el único desenlace imaginable: la gran coalición nacionalista. Podía ser esto, en efecto. Sólo que no lo fue. Transcurridas tres semanas, y ante el asombro general, se hizo pública la formación de lo que enseguida vendría en llamarse —pacto del Tinell mediante— un gobierno catalanista y de izquierdas. CIU había perdido la partida y quedaba relegada a ocupar, por primera vez en casi un cuarto de siglo, los bancos de la oposición.
Pero el nacionalismo, lejos de perder, había conseguido una gran victoria. De entrada, porque el acuerdo de gobierno coincidía casi por completo con el programa electoral de ERC, con lo que se consumaba la abducción del socialismo por parte del independentismo. Luego, porque la oposición, constituida en su gran mayoría por la federación de Convergència y Unió, difícilmente iba a librar batalla en un terreno, el de la reforma del Estatuto, en el que no podía sino compartir a grandes rasgos los postulados de la coalición gobernante. Y luego, sobre todo, porque a los pocos meses de la formación de ese gobierno catalanista y de izquierdas quiso el designio de los votos que el Gobierno de España cambiara de manos y que estas nuevas manos fueran las mismas que habían prometido carta blanca en el proceso de reforma estatutaria. Todo cuadraba. Incluso el hecho, nada casual, de que el principal sostén parlamentario del nuevo ejecutivo de cara a la legislatura naciente lo constituyeran los propios abductores del socialismo catalán.
A partir de ahí, la expansión de los nacionalismos en España y su influencia en los grandes asuntos de Estado —modelo territorial, lucha contra el terrorismo, educación— no tuvo ya otros límites que los meramente coyunturales. Cada nueva cita con las urnas constituía una ocasión inmejorable para poner a prueba la eficacia del experimento catalán. Primero fueron las elecciones gallegas, en junio de 2005. La pérdida de la mayoría absoluta por parte del Partido Popular propició una coalición entre los socialistas gallegos y el BNG, cuya similitud con la establecida Cataluña, lo mismo en las formas que en las abducciones, no ofrecía lugar a dudas. Y más adelante, en mayo de 2007, los resultados de otras autonómicas permitieron resucitar la fórmula balear —en 1999 se había producido ya un primer ensayo, lo que no hace sino confirmar, por cierto, que las Islas Baleares han constituido siempre un excelente campo de pruebas para los intereses del nacionalismo catalán—. La fórmula consistía en la asociación de seis partidos, más o menos catalanistas, más o menos izquierdistas. Al igual que en Cataluña y en Galicia, los socialistas presidían el gobierno y el nacionalismo llevaba la voz cantante. Bien es verdad que, en este caso, con alguna particularidad: por un lado, el nacionalismo era tan segmentado como variopinto; por otro, los dos principales dirigentes del socialismo balear procedían de las filas más radicales de este mismo nacionalismo. Y, en fin, si a los pocos días de aquellas elecciones autonómicas ETA no hubiese declarado el «fin del alto el fuego permanente» y provocado el cambio de estrategia de un gobierno que en adelante pasó a autoproclamarse «Gobierno de España», lo más probable es que Navarra, donde UPN y CDN habían perdido la mayoría absoluta, hubiera seguido el camino de Baleares. O, lo que es lo mismo, de Galicia y Cataluña.
Ésta es una de las herencias con que habrá de bregar el ejecutivo que salga de los comicios del 9 de marzo. Una herencia cuyos efectos no se circunscriben, claro está, a las Comunidades donde el nacionalismo ha alcanzado el poder, sino que alcanza al conjunto de la Nación. Cuatro años de suspicacias, de tensiones, de desajustes, de insolidaridades entre distintas partes de un todo, y, lo que es peor, entre los ciudadanos que conforman estas partes y este todo, son muchos años. Y, en la medida en que este estado de cosas no depende únicamente de la política que pueda llevar a cabo el Gobierno central, mucho me temo que habrá que irse acostumbrando. Ahora bien, que la situación presente no dependa únicamente del Gobierno central no significa que este gobierno no haya contraído, con su política, una enorme responsabilidad. El ejemplo de Navarra demuestra bien a las claras hasta dónde puede llegar un partido, por muy federalista que sea, cuando se lo propone. O cuando le conviene, que para el caso es lo mismo. De ahí que resulte de todo punto necesario que el PSOE no renueve su mayoría en las urnas. Como dicen los franceses, «il a fait ses preuves». Y esas aptitudes de las que ha dado prueba, tan movedizas, tan exentas de cualquier moral, mejor olvidarlas.
Con todo, no basta con que el PP gane las próximas elecciones generales. De no lograr una mayoría holgada —y todo indica que, en caso de victoria, así será—, también ha de poder gobernar sin cortapisas territoriales, eso es, sin tener que pactar con los nacionalismos. Es aquí donde fuerzas como UPyD o Ciutadans cobran todo su sentido. Por su centralidad ideológica y por su concepción del Estado, constituyen el complemento necesario para la futura gobernabilidad de España. Ahora sólo falta que las urnas —es decir, los ciudadanos— también lo quieran.
ABC, 15 de febrero de 2008.