En Cataluña los socialistas han logrado el mejor resultado de su historia en unas elecciones generales: 25 escaños y un 45,33% de los votos. Es cierto que en 1982 ya obtuvieron unos números similares —los mismos escaños e incluso unas décimas más en porcentaje de voto—. Pero el contexto era muy otro. Baste recordar que hace un cuarto de siglo el partido socialista consiguió en toda España 202 diputados y un 48,11% del sufragio, o que en la Comunidad de Madrid, por poner un ejemplo significativo, sacó entonces 18 diputados y un 52,09% del voto emitido. Quiero decir que en 1982 los resultados del socialismo catalán formaban parte de una oleada mucho más amplia, concretada en el famoso «cambio» que iba a caracterizar, durante más de una década, la política española.
También los socialistas del País Vasco lograron el pasado domingo el mejor resultado de su historia en unas generales: 9 diputados —si el recuento final, una vez abierto el correo, no lo desmiente— y un 38,09% del sufragio. Con el añadido de que en este caso el triunfo lo ha sido en términos absolutos, puesto que los números de 1982 —que son los que más se acercan en porcentaje de voto— se hallan muy lejos de los actuales.
Por otra parte, todo indica que, tanto en una como en otra Comunidad, el crecimiento socialista se ha producido a costa de la izquierda y del nacionalismo. Así, en lo tocante a Cataluña, el mayor trasvase procede de ERC, que ha perdido un 50% del porcentaje de voto con respecto a 2004, y en grado mucho menor de ICV-EUiA. CIU, en cambio, no parece haberse visto afectada por lo que algún político ya ha bautizado, con su habitual torpeza, como «el tsunami bipartidista», por cuanto la federación ha obtenido un porcentaje incluso superior al de hace cuatro años. Distinto es el caso del País Vasco, aunque sólo sea porque aquí las ganancias socialistas no provienen únicamente de EB-B, la franquicia vasca de Izquierda Unida —su caída ha sido tan retumbante como la de ERC—, sino también del PNV y EA. Con todo, el hecho de que la izquierda vasca y la catalana posean un fuerte componente nacionalista permite colegir de todo lo anterior que, en ambas comunidades, el socialismo ha crecido básicamente a expensas del nacionalismo.
Llegados a este punto, bueno será preguntarse por las causas del fenómeno. Sobre todo cuando lo acontecido en la pasada legislatura, si algo parecía presagiar, era justo lo contrario. En efecto, ¿cómo es posible que la gestión de los asuntos internos en ambas Comunidades, lejos de pasarles una gravosa factura, haya premiado a los socialistas de uno y otro lugar? ¿Cómo es posible que la gestión del proceso de reforma del Estatuto catalán, de la crisis de las infraestructuras —desde el hundimiento del túnel del Carmelo hasta los socavones del AVE, pasando por los colapsos en aeropuertos y carreteras—, no haya afectado lo más mínimo, sino al contrario, a la suerte de los socialistas catalanes en las urnas? ¿Cómo es posible que el protagonismo de los socialistas vascos en la negociación política con ETA, su obscena exhibición pública junto a los cómplices de los asesinos, les haya llevado a obtener unos resultados electorales nunca vistos? Dejemos a un lado, una vez más, las torpezas y las limitaciones de la oposición, y llegaremos probablemente a la conclusión de que en ambos casos ha funcionado, casi con la precisión de un reloj, una estrategia que el propio PSOE puso en marcha nada más recuperar, el 14 de marzo de 2004, el poder —si no antes—, y que tuvo en sus socios parlamentarios unos fieles aliados.
Esa estrategia guarda relación con el pasado, con la apelación al pasado. Y no me refiero ahora a la utilización machacona de la guerra de Irak, del 11-M o de la fotografía de las Azores, sino a un periodo mucho más remoto. En otras palabras: para muchos ciudadanos de Cataluña, que el AVE no llegara a Barcelona cuando se le esperaba no era un problema imputable a la gestión del Gobierno socialista, sino a España. Y, para muchos del País Vasco, que ETA y todo su entramado camparan a sus anchas pese a la existencia de un Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo y de un marco jurídico que los ponía a todos inequívocamente fuera de la ley, tampoco era un problema imputable a la política del Gobierno socialista, sino a España. ¿Y qué era, qué es España, tal vez se pregunten ustedes? Muy simple: en la periferia nacionalista, España era y es la derecha, o sea, el Partido Popular.
Por eso una de las primeras medidas del Gobierno socialista en 2004, con su presidente al frente, fue la apertura del debate sobre la famosa «ley de la memoria histórica». No tanto por lo que la ley pudiera aportar, como por lo que podía aportar, a lo largo de cuatro años, el propio debate. Un enconamiento, una resurrección de las viejas rencillas, una división maniquea entre buenos y malos —eso es, entre presuntos vencidos y presuntos vencedores—. Por supuesto, quien se opusiera al recorrido de la ley —decían sus valedores: socialistas, comunistas e independentistas republicanos— no merecía consideración alguna. Peor aún: es que algo tenía que esconder. De ahí que el Partido Popular, por el mero hecho de negarse a secundar semejante iniciativa, quedara estigmatizado como el heredero de la dictadura, mientras que la izquierda y el nacionalismo gobernantes, por el mero hecho de promoverla, se convirtieran de facto en los reales herederos de la democracia.
Lo demás ha sido tirar de la cuerda. El pasado da para mucho. Y, a medida que se acercaba la cita con las urnas, el recurso al fantasma del franquismo, al peligro de que volviera la derecha de siempre, la tan sobada «derechona», ha bastado para movilizar en torno a la única opción con posibilidades de victoria a todo el conglomerado de izquierda y nacionalista. Así pues, que nadie se llame a engaño: lo que ganó el pasado domingo no fue el socialismo, sino un remedo bastante patético del antifranquismo. De lo que se sigue que ganó el ayer, cuando no el anteayer. Y de lo que se sigue, también, que la única forma de hacerle frente es apostar decididamente por una opción de futuro.
ABC, 12 de marzo de 2008.