A juzgar por el tam-tam demoscópico, esto se acaba. Esto, claro, es el tripartito. Todo indica que sus partes ya no suman. Y cuando algo no suma, resta. Esa parece ser la tendencia desde hace ya varios meses, hasta el punto de que no pocos analistas se sorprenden de que el presidente Montilla todavía no haya disuelto la Cámara y convocado elecciones, aunque sólo sea para intentar salvar los cuatro muebles que le quedan. Será que el hombre confía en enderezar los pronósticos, añaden esos sabios. Lo dudo. Si Montilla no disuelve la Cámara es, pura y simplemente, porque no ve razón ninguna para privar de unos cuantos meses de empleo y sueldo, con sus debidas prorratas, a los miles de cargos y recargos socialistas que viven actualmente a costa de la Administración autonómica. Al fin y al cabo, don José ha sido siempre un hombre de partido.

Pero, más allá de los motivos que pueda tener el presidente para no dejar de serlo antes de tiempo, ese fin de ciclo que se avecina, y que algunos, de forma harto impropia, llaman fin de régimen, como si el régimen en Cataluña fuera a cambiar con el más que probable retorno de CIU al poder; ese fin de ciclo, digo, ha producido ya algunas necrologías de envergadura. No me refiero, por supuesto, a las segregadas por los plumillas agrupados en torno a la Fundació Cataluña Oberta; esos, como es natural, no caben en sí de gozo. Me refiero a las producidas por los compañeros de viaje del socialismo, o del maragallismo, o del tripartidismo, que, a estas alturas, viene a ser más o menos lo mismo. La última de la que tengo conocimiento la escribió Josep Ramoneda el pasado martes en «El País».

Para el articulista, «el problema de fondo ha sido que el tripartito no ha tenido un verdadero proyecto común». Vaya, que no ha tenido otro que el Estatuto. O sea, el Pacto del Tinell —a cuyo espíritu, por cierto, la Convergència de Mas se sumó, aunque fuera al cabo del tiempo y ante notario—. Y como ese proyecto, añade Ramoneda, fue «dinamitado» entre Zapatero y Artur Mas, el tripartito se rompió y ya no ha habido forma de recomponerlo. No le falta razón al articulista. En eso consistió, en efecto, la tragedia de Pasqual Maragall y de cuantos, como el propio Ramoneda, apostaron en su momento por seguir esta vía. O —por decirlo a la manera de Ortega— ese fue el error Maragall. O sea, el error llamado Maragall. Pero también —y aquí Ortega ya no serviría como molde— el error de Maragall. Porque el pacto suscrito en el salón gótico de los reyes de la corona catalano-aragonesa fue un pacto ignominioso, indigno de un sistema democrático. Y si tuvo al ex presidente de la Generalitat como objeto, en la medida en que el Gobierno salido de aquel acuerdo llevaba su nombre, también lo tuvo como sujeto, dado que sin su firme voluntad de alcanzar el poder, y de alcanzarlo a cualquier precio, la ignominia jamás se habría materializado.

Lo que ha venido después no ha sido ya sino podredumbre.

ABC, 20 de marzo de 2010.

El error (de) Maragall

    20 de marzo de 2010