Y es que la primera dama catalana, al igual que la mujer del César, no sólo debe ser honesta, sino también parecerlo. Lo cual, trasladado al lenguaje de la Cataluña contemporánea, significa que Hernández no puede limitarse a ser nacionalista, en el caso de que efectivamente lo sea, sino que además ha de aparentar que lo es —una práctica que su marido, por cierto, domina a la perfección—. Le guste o no, esas son las reglas del juego. Y, claro, convendrán conmigo en que las palabras con las que se supone que está contribuyendo a que los demás descubramos a su marido no constituyen, precisamente, un paradigma de catalanidad. Que, en la educación de sus hijos —que también lo son del César, no lo olvidemos—, la llamada lengua propia del lugar sea relegada en favor de un idioma extranjero y que ello se produzca sin que el dominio de esa lengua, a juzgar por las faltas de ortografía confesadas, sea un hecho, no resulta, que digamos, muy edificante. Pero que eso ocurra en una Comunidad Autónoma, donde, excepto cuatro privilegiados, todo el mundo está obligado a educar a sus hijos en la lengua cuyo aprendizaje Hernández considera manifiestamente postergable —lo que equivale a afirmar que hasta podría considerarlo manifiestamente prescindible— constituye, sin duda alguna, un pésimo ejemplo.
Entre otras razones, porque semejante comportamiento invita al paralelismo. Es decir, a la evocación de unos tiempos felizmente pretéritos en que los colegios extranjeros —y, entre ellos, el Colegio Alemán de Barcelona, donde cursan hoy sus estudios los hijos de Montilla y Hernández— eran como un refugio. Muchos padres, al matricular allí a sus retoños, no aspiraban tan sólo a procurarles una educación consistente, homologada, moderna, una especie de coraza para toda la vida, la cual, unida al dominio de una lengua foránea —el francés, el inglés, el alemán—, había de permitirles andar por el mundo con ciertas garantías, sino también un lugar donde estuvieran a salvo de las inclemencias de aquella España que arrastraba, como una losa, los efectos de su pasado.
Pero eso era entonces, en aquellos tiempos. Ahora los españoles llevamos tres largas décadas viviendo y conviviendo en un régimen democrático. O sea, en paz, en orden y en libertad —por más que aún haya quien nos obligue a arrastrar los efectos de nuestro pasado—. Y, sin embargo, los colegios extranjeros siguen desempeñando, en según qué partes del territorio, y muy especialmente en Cataluña, la misma función que desempeñaban cuando la dictadura. Quiero decir que siguen siendo, para algunos ciudadanos al menos —los más pudientes, los únicos que pueden, al cabo, permitírselo—, una suerte de refugio. Contra la mala educación resultante de la implantación, hace veinte años, de un sistema educativo nefasto, que ha puesto los niveles de conocimiento de los jóvenes españoles por los suelos, y contra la imposición en las aulas, también desde hace veinte años, de la llamada lengua propia como lengua única.
Ambas amenazas tienen causante. Y colaborador necesario. Así como la primera es fruto de la ingeniería social de la izquierda, la segunda fue ideada y ejecutada por el nacionalismo. Aun así, tanto el nacionalismo en el primer caso como la izquierda en el segundo colaboraron de buen grado. Hasta el extremo de que en los últimos tiempos, con el PSOE mandando en el Gobierno de España y en el de Cataluña, la demanda de asilo no parece haberse resentido en modo alguno. Al contrario. Muchos padres, ante la imposibilidad de educar a sus hijos en castellano, y de educarlos encima como Dios manda, siguen optando, como cuando el franquismo, por rascarse el bolsillo y llevarlos a centros cuyo sistema educativo está lejos de la cota de degradación del español y en los que sus seres queridos, aparte de aprender una lengua extranjera, pueden beneficiarse incluso de unas cuantas horitas semanales de lengua española.
Es lo que ha hecho, a la vista está, el matrimonio Montilla-Hernández. Con la particularidad de que tanto un miembro como otro de la pareja son arte y parte. Su partido es el principal culpable de la destrucción de la enseñanza en España y, en lo tocante a Cataluña, el principal impulsor de una ley de educación que convierte el catalán en el único idioma de la escuela. Además, el propio cabeza de familia, en tanto que presidente de la Generalitat, ha acaudillado cuantas políticas educativas y lingüísticas se han implantado en los tres últimos años en la Comunidad catalana. Y, sin embargo, ese matrimonio, en vez de ser consecuente con las ideas que lo han llevado a ocupar la posición social que ocupa —lo que supondría querer para los suyos lo que se quiere para los demás—, reniega de estas ideas y corre a refugiarse, huyendo del sistema público y concertado, en el Colegio Alemán.
Pero lo más grave, con todo, no es eso. Lo más grave es que Anna Hernández, la mujer del César, no considere cuando menos necesario guardar las formas. Ni ella ni su marido. Ni tampoco los fontaneros del palacio presidencial, cuya máxima virtud ha sido siempre el disimulo de la realidad mediante los velos más dispares. Será que los asuntos públicos, en Cataluña, han alcanzado ya tal nivel de deterioro, de decrepitud, que ni siquiera la verdad ofende.
ABC, 16 de marzo de 2010.