Lo intenté un par o tres de veces. «El Gaziel en castellano, sus crónicas de la gran guerra; habría que rescatarlas, merece la pena», le decía al editor. No hubo manera. Y eso que entonces el pasado ya era un tema. Y la guerra. De Gaziel, es cierto, poco se sabía aún, pero unos cuantos ya estábamos en ello. Y, encima, había aquella generación irrepetible de periodistas de la que Gaziel formaba parte —los Camba, Corpus Barga, Xammar, Chaves Nogales, Pla—, siempre por el ancho mundo, lo más lejos posible de España. Nada, ni por esas. Supongo que la empresa asustaba. Eran muchas páginas. Y luego, esas tierras del norte de Francia por donde transcurría casi siempre la acción, ¿qué lector español de nuestro tiempo iba a ser siquiera capaz de imaginarlas? «Nada, nada —remataba el editor—, mejor lo dejamos como está». O sea, entre las cubiertas vencidas de cuatro volúmenes de la casa editorial Estudio, publicados entre 1915 y 1918, y en esa hemeroteca de La Vanguardia donde nacieron las crónicas y que todo lo guarda.
Pero no. Por suerte, a finales del año pasado, una editorial de nuevo cuño, Diëresis, vino felizmente al rescate. Es verdad que En las trincheras, el libro que hace al caso, no contiene más que una pequeñísima fracción de lo que el periodista catalán alcanzó a escribir a lo largo de aquella guerra. (En realidad, y tal como recuerda en el prólogo Manuel Llanas —responsable, junto a Plàcid Garcia-Planas, de la actual selección—, lo recogido por el propio Gaziel en los cuatro volúmenes de Estudio ya era tan sólo algo más de la mitad de lo publicado en su día en La Vanguardia.) Da igual. Lo antologado ahora es representativo del conjunto, y quienes hayan tenido ocasión de leer algunas de esas piezas en sus modalidades anteriores no echarán en falta nada sustancial. Me refiero, por ejemplo, a la titulada «De regreso», que cierra la serie «De París a Monastir» y que cerraba ya en 1917 el libro de título homónimo.
Vaya por delante que no se trata propiamente de una crónica de guerra. Puestos a calificarla, tal vez le convendría más la denominación «crónica de tregua». Corresponde, en efecto, a un alto en la batalla. A un alto del cronista, se entiende. Gaziel ha viajado hasta los Balcanes, donde ha asistido a la caída de Serbia en manos búlgaras, y ahora vuelve a casa en el mismo barco de vapor que lo trajo hasta allí. Y, como el hombre ha padecido lo suyo, se ha «dado (después de haberlo merecido con creces) el soberano placer de tumbar[se] en una chaise longue, sobre el puente, junto a la cámara del piloto». Lo que le lleva, claro, a meditar. Y a meditar sobre lo que va a escribir, porque la tregua del cronista no afecta más que a su presencia en el campo de batalla.
Escribirá, no queda más remedio, sobre el último capítulo de su aventura: la retirada, brusca y apresurada, desde Monastir [hoy Bitola, en la República de Macedonia] hasta el puerto de Salónica, donde ha embarcado. Pero, una vez superado ese trámite, abordará lo esencial. Y lo esencial es su oficio. Qué sentido tiene escribir esas largas, interminables crónicas, llenas de detalles, donde lo que importa es «el pormenor, la anécdota, la evolución y no el fin de los graves sucesos»; a qué conduce transmitirle al lector «lo que representó [esta guerra] en dolor vivo, en carne torturada, en almas enloquecidas, en miseria y terror»; para qué sirve, en fin, tanta experiencia transmutada en letra, tanta épica impresa, si las generaciones futuras ni siquiera tendrán conocimiento de cuanto ha ocurrido. Esos «hombres de mañana» dispondrán, como mucho, en sus libros de «cuatro fórmulas breves y cómodas» que «resumirán (…) el inmenso dolor de nuestros días». Y a otra cosa, que así se escribe la historia.
Quizá por ello, para tratar de anclar el tiempo e impedir, en la medida de lo posible, la fatal compresión de sus crónicas en formularios —o, lo que es lo mismo, del periodismo en historia—, Gaziel ya debe de ir barruntando por entonces una salida. Eso suponiendo que no la tuviera ya en mente desde mucho antes. Recogerá sus crónicas en libro. No es la primera vez. Además, en este caso cuenta con una ventaja: el viaje, esa unidad argumental. ¿Que eso de idear el volumen antes incluso de redactar la última crónica escapa a toda lógica? En modo alguno. Aunque la publicación en prensa preceda a la aparición del libro, la producción sigue otros cauces. Y luego están los ritmos, el tempo del periodismo.
Así, «De regreso», esta última entrega de la serie, salió en La Vanguardia el 19 de marzo de 1916. Esto es, cuatro meses después de su escritura, a juzgar por la data —«noviembre de 1915»— que figura en el encabezamiento del texto. Pero es que De París a Monastir, el volumen en que Gaziel recogió todo el viaje —y donde la data anterior es incluso más precisa: «19 de noviembre»—, lleva un prólogo fechado en enero de 1916. O sea, un año antes, por lo menos, de que Estudio lo editara y dos meses antes de que «De regreso» se publicara por primera vez.
Como se ve, en aquella época todo era mucho más lento. Incluso la avidez del lector. ¡Cuatro meses entre la narración de los hechos y su impresión en papel periódico! Ahí es nada. El tiempo dilatado. El tiempo de la chaise longue. Es verdad que el periódico ya había ido informando en su momento de lo que ocurría en los Balcanes mediante los telegramas que traducía, servilmente, Andreu Rojals, también llamado Joan Puig i Ferreter. Pero, sobra añadirlo, una cosa era un telegrama de agencia y otra muy distinta una crónica.
Hoy, en cambio, ya nadie parece preocuparse, como hacía Gaziel, por la compresión del periodismo en historia. Será que ya hemos vencido al tiempo. O, cuando menos, al tiempo de otro tiempo. Aunque también podría suceder que el tiempo, para el periodismo, hubiera dejado simplemente de existir. Y con el tiempo, claro, el propio periodismo.
Factual, 29 de enero de 2010.