Lo confieso: tenía la secreta esperanza de poder evitarlo. Ya veo que no. Ya veo que no me va a quedar más remedio que mojarme. En la Cataluña oficial no se habla de otra cosa. Jamás el Parlamento autonómico había estado tan animado —ni, por supuesto, tan animalizado—. Jamás sus sesiones habían concitado tanto interés, tanta pasión. Cuando el debate sobre la Ley de Educación de Cataluña, fueron llamados a perorar en comisión algunos ilustres pedagogos. ¿Alguien se acuerda hoy de sus nombres? ¿Alguien se acuerda, por ejemplo, de Inger Enkvist, la especialista sueca que disertó sobre lo que le esperaba al país si sus señorías acababan aprobando —como así hicieron, por cierto— aquel proyecto de ley eminentemente coactivo y antiliberal? Es verdad que Enkvist compareció sin más argumentos que sus conocimientos y su experiencia profesional. Nada que ver, pues, con el divulgador científico Jorge Wagensberg, que, al modo de un viajante de comercio, fue ilustrando su prédica con la exhibición de toda clase de instrumentos, a cual más sanguinario: la banderilla, el estoque, la puya, la puntilla. O con el filósofo Jesús Mosterín, que apuntaló su discurso con paralelismos no menos punzantes. A saber: que si el toreo era una tradición ancestral, también lo eran la ablación de clítoris y el maltrato a las mujeres, y no por eso había que tolerarlas. Unas palabras que le han valido ya alguna que otra reconvención, como por ejemplo las de Leire Pajín o Mariano Rajoy. Si bien se mira, a Mosterín le ha sucedido lo que a Pasqual Maragall por esa misma época, hace cosa de un lustro, cuando, coincidiendo con el Día Internacional de la Mujer, declaró que se sentía, en tanto que presidente de la Generalitat y por culpa de las embestidas que recibía de CIU y PP, como una mujer maltratada. Está claro que con eso no se juega. Ni poniéndose uno al otro lado del espejo, como hizo entonces el presidente Maragall, ni mucho menos poniendo al toro, como ha hecho ahora Mosterín.
Ignoro si la comisión de marras tiene previstas más comparecencias. Ignoro, pues, si va a acudir también Pilar Rahola, en plan estelar, a contarnos una vez más su relación con la bestia, como si fuera el último de la tarde. O si van a llamar a Nacho Sierra, ese especialista en comportamiento animal que sostiene que el hombre tiene el cerebro entre las piernas y la mujer, en cambio, en otra parte. Sea como sea, aligeren, por favor. Acaben de una vez con la farsa. Dejen la fiesta en paz. Lo suyo, señorías, no es eso. Lo suyo es la metáfora. La piel de toro, por ejemplo. Mejor, «La pell de brau». Tienen ahora una ocasión inmejorable. Se cumplen 25 años de la muerte del poeta y 30 de la publicación del poemario. Y, según leo por ahí, anuncian para mayo una reedición de la obra con suculentos apéndices, en los que se plantea —agárrense— su vigencia. Yo, de ustedes, no me lo pensaría dos veces. Convoquen a Espriu. Venga, no se demoren. Aunque no ha sido nunca muy amante del espectáculo, tratándose del Parlamento de Cataluña, no creo que pueda negarse.
ABC, 6 de marzo de 2010.