El mundo de la cultura catalana anda revolucionado. Me refiero al mundo oficial y subvencionado, que acaso sea, en este campo concreto, todo el mundo posible. La razón de semejante revuelo es la aprobación, por parte del Gobierno de la Generalitat, de un anteproyecto de ley que simplifica y reestructura la Administración y —ahí duele— no establece distinción alguna entre la cultura y lo demás. Vaya, que lo mismo elimina una empresa pública del ramo del automóvil agrupándola, junto a otras empresas, en una entidad mayor —al tiempo que reduce drásticamente, claro, su presupuesto—, que hace lo propio con una serie de museos que gozaban hasta la fecha de una envidiable autonomía de gestión. Entre las entidades culturales afectadas están el Consell Nacional de la Cultura i les Arts (Conca), joya de la corona tripartita, y la Institució de les Lletres Catalanes (ILC), reminiscencia de una época en que las letras, catalanas o no, eran, en efecto, una institución. Y el caso es que tanto el Conca como la ILC han soltado ya las primeras lágrimas. Natural. La cultura es adicta al sollozo. Si no llora no mama. Y, en lo que respecta a la ILC, las lágrimas han tomado de momento forma de manifiesto. El actual decano de la Institució, así como algunos exdecanos y Premis d’Honor de les Lletres Catalanes, han hecho público un texto en el que afirman, en síntesis, que la ILC es imprescindible, por cuanto no existe en Cataluña otro organismo dedicado en exclusiva a las letras y a los letristas —en catalana lengua, por supuesto—, y que, en fin, lo que se da no se quita. Ciertamente. A no ser que escasee el dinero. Y a no ser que uno caiga en la cuenta de que no tiene ningún sentido mantener en 2011 una entidad creada en 1937 para difundir la cultura en el frente y dar de comer a los escritores catalanes fieles a la República en guerra. Que algunos sigan soñando con cruzar de nuevo el Ebro no debería costar ni un céntimo al erario público.

ABC, 11 de junio de 2011.

Una cultura en guerra

    11 de junio de 2011