Para cerciorarse de que este mundo nuestro hace tiempo que ha dejado de ser el de la palabra, basta con echar una mirada a eso que llamamos, con considerable largueza, el debate político. Colón-II, pongamos por caso. Por reveladora que resulte la presencia de un determinado líder opositor en la plaza el próximo 13 de junio, por significativa que sea, políticamente hablando, su participación en la manifestación convocada por la plataforma Unión 78 en protesta por la futura concesión de los indultos a los condenados por el golpe del 1-O, lo que a estas horas importa, lo realmente decisivo, no es tener la certeza de que ese dirigente político, en efecto, va a estar, sino saber si va a salir o no va a salir en la foto. Al contrario de aquel “el que se mueva no sale en la foto” de Alfonso Guerra, donde el drama consistía en quedar fuera de foco, esto es, fuera de la carrera política, todo indica que aquí el drama consiste en entrar de lleno en el encuadre. Sólo así se entiende la vaguedad con que se expresan las fuentes cercanas al líder político afectado cuando se les pregunta por el asunto. Se me dirá que nos hallamos ante una controversia promovida y alentada por los partidos que nos gobiernan y cuantos les prestan su apoyo parlamentario, con el impagable concurso de los medios de comunicación afines y el correspondiente vocerío de las redes sociales. Sin duda. Pero, a la postre, también el resto de los medios están pendientes de si habrá o no habrá otra “foto de Colón”. La imagen, y su valor icónico, centran, y hasta acaparan, el debate. Si a eso se le puede llamar debate, claro.
Pero de la depreciación de la palabra no tiene sólo la culpa el imperio de la imagen. También quienes nos representan en las instituciones, y en particular, en las políticas. Así, cuando uno compara el valor que posee la palabra para un político con el que posee para un miembro de la judicatura, el contraste es pasmoso. Siguiendo con los indultos, estos días hemos oído y leído declaraciones del presidente del Gobierno que no sólo entraban en flagrante e impúdica contradicción con otras declaraciones anteriores –en lo que coincidía, por cierto, con su ministro de Justicia–, sino que ni siquiera atendían a los hechos. Aludían, como justificante para la concesión de los indultos, a un ideal superior, a una suerte de futurible –la paz, la convivencia, la concordia–, a la voluntad de superar un desgarro emocional o político, o a la simple necesidad de resolver un problema. O sea, a los sentimientos. Para el máximo responsable del Ejecutivo, ni lo factual ni lo racional contaban –cuentan– para nada. Por no hablar del respeto a la ley.
De ahí que resulte de todo punto llamativo, por su radical disparidad con cuanto precede, que la Sala Penal del Tribunal Supremo, en su informe contrario a la concesión de los indultos del Procés, además de atender a los hechos y a la razón tomara en consideración lo manifestado por los propios reos en sus alegaciones y, en especial, por Jordi Cuixart, quien sostenía en su escrito que “todo lo que hizo lo volverá a hacer porque no cometió ningún delito y […] está convencido de que es lo que tenía que hacer, volviendo a hacer un llamamiento a la movilización ciudadana pacífica, democrática y permanente”. No es de extrañar que los autores del informe concluyeran de ello que “esas palabras son la mejor expresión de las razones por las que el indulto se presenta como una solución inaceptable para la anticipada extinción de la responsabilidad penal”. Esas palabras y no otras. Por su valor probatorio.
O mucho me equivoco o la palabra, al paso que vamos, va a desmonetizarse por completo –por decirlo a la manera de Pla– en el ruedo político español. La dicha y, por supuesto, la dada.
(VozPópuli, 3 de junio de 2021)