No en el sentido etimológico de ‘pensamiento’, pero sí en el que da el diccionario de ‘palabras o frases sagradas (…) que se recitan durante el culto para invocar a la divinidad’ conviene el término mantra a tantos vocablos o sintagmas por los que siente especial devoción la izquierda española. El pasado domingo Ferran Toutain aludía en El País a uno de estos mantras a propósito de la representación en Barcelona de Señor Ruiseñor, la obra que Els Joglars han dedicado a la figura de Santiago Rusiñol: aludía, en concreto, al mantra de la igualdad, entendida como igualación. Al respecto, recordaba Toutain hasta qué punto el autor de La niña gorda –una obra, por lo demás, cuyo simple título habría procurado hoy a Rusiñol la más fulminante cancelación– había resultado profético al advertir que “el día que hubiese igualdad, nos pondríamos jorobas postizas”. Y es que nunca se habrán visto tantas jorobas postizas como durante estos años procesistas. Y no sólo en Cataluña, por cierto.
El populismo nacionalista ha abonado sin duda el terreno. Pero esos mantras, que actúan en la conciencia servil del militante o del votante como un bálsamo eufemístico, son de raíz netamente izquierdista. El nacionalismo, en su afán totalitario, se ha limitado a apropiárselos. Ocurre con la igualdad igualatoria y ocurre también con la cohesión.
Si no ando equivocado, los primeros que hablaron de cohesión social en Cataluña fueron los comunistas del PSUC, siempre tan preocupados –mucho más que Pujol y compañía, en todo caso– por la sutura de las dos comunidades en que el franquismo, decían, había fragmentado la tierra catalana. De una parte, la de los generacionalmente nativos, los autóctonos, los genuinos catalanes; de otra, la de los advenedizos, los inmigrantes, los antiguos murcianos y los flamantes charnegos a los que Paco Candel, mediada la década de los sesenta del pasado siglo, puso el precinto de “los otros catalanes”. Y, aparte de postular la mejora de las condiciones socioeconómicas de la segunda de las comunidades como factor de integración, los intelectuales del PSUC entronizaron la idea de que el conocimiento y el uso de la lengua del lugar –lo que ahora se entiende, estatutariamente al menos, como la lengua propia del territorio– era un elemento decisivo para que dicha fusión comunitaria, esto es, dicha cohesión social, surtiera efecto. Y a ello se emplearon, con la inestimable ayuda del resto de la izquierda y, claro está, de todo el arco nacionalista catalán. Sobra añadir con qué afán y convencimiento, dada su primigenia condición de comunistas y nacionalistas.
Llegados los tiempos de la Transición y la Autonomía, fue también la izquierda catalana, ya con los socialistas como fuerza hegemónica, la que siguió insistiendo en la función cohesionadora de la llamada lengua propia. La Convergencia de Pujol apostaba por un modelo educativo de tres líneas parecido al del País Vasco, pero los socialistas consideraban que eso iba en contra de sus principios igualitarios, radicalmente opuestos a cualquier forma de división –y, en consecuencia, de libertad de elección de lengua–, por lo que enarbolaron la bandera de la línea única, con el comprensible y satisfecho beneplácito del nacionalismo gobernante. Y ese presupuesto unificador fue labrando poco a poco el terreno a lo que ha terminado siendo el modelo de inmersión lingüística, sustrato ideológico y pilar fundamental de la Cataluña del Procés.
De cuanto antecede podría inferirse que el uso torticero de la cohesión como mantra de Fierabrás es cosa del nacionalismo. Nada más incierto; en realidad, es cosa de la izquierda, a la que el nacionalismo, fiel a su inveterada costumbre, ha fagocitado a su gusto. Sirva como muestra de ese uso la “Exposición de motivos” del Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática, donde se fija como objeto de la ley “el fomento de la cohesión y solidaridad entre las diversas generaciones de españoles y españolas en torno a los principios, valores y libertades constitucionales, y la necesaria supresión de elementos de división entre la ciudadanía”. Sí, lo han leído bien. Poco importa que lo que sigue sea un compendio de medidas divisivas, basadas en un relato de parte, profundamente sesgado, de nuestra historia común. La cohesión, esa otra joroba postiza que haría sin duda las delicias de Rusiñol, que no falte.
(VozPópuli, 17 de junio de 2021)