El martes tuvimos el aperitivo. Joan Martí i Castell, presidente de la Sección Filológica del Institut d’Estudis Catalans (IEC), reclamó en una emisora de radio que se impongan sanciones económicas o se aparte del puesto de trabajo a aquellos periodistas que no dominen el idioma. Como lo dijo en una emisora de esas que tienen las licencias aseguradas por el hecho de emitir en lengua catalana, y como se supone que este y no otro es el ámbito donde Martí ejerce su competencia —cuando menos la que cabe atribuirle como filólogo—, está claro que el presidente del IEC aludía a esta lengua y a este tipo de emisoras cuando hablaba de sanciones. Luego, es verdad, al ver la que había armado, pidió excusas al respetable, precisó que se refería a cualquier lengua e indicó que lo que él quería decir y no dijo era que habría que exigir ese dominio del idioma a la hora de contratar a alguien —lo que viene a ser lo mismo, si no peor, ya que el periodista ni siquiera tendría la oportunidad de empezar a trabajar—. (Por cierto: cuando habló de sanciones, Martí también confesó que había un país en el mundo que ya las aplicaba: China. Un país democrático, sin duda.)
Pero el plato fuerte vino al día siguiente. Josep Maria Carbonell, presidente del Consell de l’Audiovisual de Catalunya (CAC), compareció a petición propia en el Parlamento de Cataluña. Se supone que la comparecencia era para explicar los criterios por los que se había regido el Consell a la hora de conceder 83 licencias de emisoras de radio y denegar unas cuantas más. Mejor dicho: se suponía. Porque Carbonell no aportó prueba alguna. Eso sí, dio la palabra a su consejero Madero para que denunciara las presiones a que se había visto sometido, según él, por el propio partido que lo había nombrado, el PP catalán. Lástima que Madero, ex periodista, se saliera de madre y, en un alarde de independencia, diera rienda suelta a todas sus fobias, que casualmente coincidían con las principales cabezas de dos de las emisoras perjudicadas en el reparto.
Pero Carbonell no se limitó a eso. También declaró que era «socialista, catalanista y católico», que tenía «ideología y creencias», y que ninguno de estos aspectos había influido en su gestión. Tal vez. Pero sí habían influido antes en su nombramiento. ¿O acaso un perfil como el suyo no es el más acorde con un nombramiento que debía contar, a un tiempo, con el aval del tripartito y del principal partido de la oposición? Lo demás —y, en especial, la gestión— se da por añadidura.
ABC, 22 de noviembre de 2008.