Carmen Negrín es nieta de Juan Negrín, último presidente de Gobierno de la Segunda República española, lo que equivale a afirmar que existe porque existió su abuelo. Es verdad que eso, al cabo, nos ocurre a todos. Sólo que ella, a diferencia de los demás, ha convertido esa ascendencia en su principal razón de ser. Aunque todos tengamos abuelos, y aunque, a priori, todos estos abuelos merezcan —ellos o su recuerdo— igual respeto, no todos han sido, claro, presidentes de gobierno. Y menos aún de unos gobiernos como los que presidió, entre 1937 y 1939, Juan Negrín. De ahí que su nieta viva, o parezca vivir, única y exclusivamente para contarlo.
Y si digo que la incompetencia del juez va a traer para ella consecuencias es porque Carmen Negrín ya no pudo soportar en su día —hasta el punto de anunciar la presentación de una querella por prevaricación— que el Pleno de la Audiencia paralizara las exhumaciones ordenadas por Garzón. En realidad, lo que no pudo ni podrá jamás soportar la nieta del presidente es que la historia no se parara en aquellos años en que su abuelo tuvo en sus manos los destinos de la República y en los que todo, empezando por la victoria, parecía aún posible.
Porque allí vive ella. En plena guerra. Metida en el archivo de su antepasado, del que no quiere revelar el paradero —afirma— para evitar que alguien lo robe o lo queme. ¿Fantasmas? No, la guerra, simplemente. Por eso, tal y como confesaba el domingo en «El País» en un rapto de lucidez, no se siente capaz de leer todos los documentos que guardaba el abuelo: «Es difícil leer a posteriori, sabiendo el final. Sabiendo que termina mal». Pues claro. La historia tiene esas cosas. Que los hechos hechos son, y no hay quien los toque. A lo máximo a lo que podemos aspirar es a explicarlos, a interpretarlos, a entenderlos. Nada más. Leer el pasado como si fuese presente, dejarse llevar por sus venturas, hacerse ilusiones, manejar el futuro de entonces como si todavía estuviese por llegar, no lleva a ninguna parte.
Aun así, cada cual es muy libre de aferrarse al ayer. Faltaría más. Si algunos nietos de aquellos abuelos quieren seguir jugando a la guerra, ¿quién demonios se lo puede impedir? Pero una cosa es que jueguen ellos y otra muy distinta que pretendan arrastrarnos en la pugna, gracias a la incompetencia de un juez, a todos los demás. Lo primero es una desgracia. Lo segundo, una pesadilla.
ABC, 23 de noviembre de 2008.