El día en que yo nací, no existían ni el Rey ni la Reina; sólo los Reyes. Y, encima, no había forma de verlos. Pasaban una vez al año, en una noche epifánica, y estaba terminante prohibido ponerles el ojo encima, so pena de quedarse más pelado que el ropero de Tarzán. Es verdad que yo nací muy a finales de 1956 y que por entonces en España, aparte del fútbol y la lotería, no se hablaba más que de Hungría, de la nueva ley del Registro Civil y del Generalísimo —sobre todo del Generalísimo—. Y también de los Reyes, claro, aunque nadie acertara a verlos.

Las cosas siguieron más o menos igual en los años siguientes. Pero, a mediados de los sesenta, empecé a oír hablar de los Príncipes. De unos Príncipes muy distintos a los Reyes que yo conocía, pues nada tenían que ver con la imaginación, sino que eran de carne y hueso. Por aquello de la edad —de la mía, por supuesto—, me había pasado por alto su enlace matrimonial en Atenas, en mayo de 1962, y no digamos ya la imagen del desfile de la princesa Sofía de Grecia encabezando la delegación de su país, cuando la inauguración de los Juegos Olímpicos de Roma, en agosto de 1960, imagen que algunos periódicos españoles habían recogido en sus páginas de huecograbado. Aun así, el que yo oyera hablar de los Príncipes no significa que prestara especial atención al Príncipe o a la Princesa. No por nada; es que los veía como un todo, como algo inseparable, y, lo que es peor, a la sombra del Generalísimo.

Claro que yo, en aquella época, no solamente era joven, sino también antifranquista. Y ejercía. De ahí que ni siquiera la foto de los Príncipes con Josep Pla, el día de San José de 1975, bajo la campana de la chimenea del Mas de Llofriu, rodeados de vino y de buñuelos, pudiera ahuyentar la dichosa sombra. Tuvo que llegar la Transición y, en particular, el 23 de febrero de 1981, para que yo empezara a admirar a quien ya entonces era el Rey de España, y para que, detrás de la figura del Rey, percibiera la de la Reina. No diré que me hice monárquico, pero a punto estuve. En todo caso, sí me hice, seguro, juancarlista. Y, poco a poco —y que Doña Sofía me perdone por la anfibología—, fui volviéndome, a un tiempo, sofista.

¿Por qué? Yo creo que porque siempre he admirado a quien se comporta en toda circunstancia como hay que comportarse. A quien sabe estar a la altura, en una palabra. Y todavía más si se trata, como es el caso, de una altura considerable, que requiere carácter, inteligencia y grandes toneladas de «savoir faire». De todo ello mi Reina ha dado en estos años innumerables pruebas. Por eso, en un día tan señalado como el de hoy, no puedo sino desearle la mayor de las felicidades. ¡Ah, y que sea por muchos años!

ABC, 2 de noviembre de 2008.

Mi reina

    2 de noviembre de 2008