Aunque el refrán los asocie y hasta parezca que los hermana, no hay que darle crédito: el hombre y el oso, cuanto más alejados el uno del otro, más hermosos. Hasta el punto de que no existe mejor oso para el hombre que el de peluche. O que el de Canadá, sobre todo si vive en una reserva y no se exhibe más que en contadas ocasiones y, a ser posible, sedado. Cualquier intento de convivencia entre las dos especies está condenado al fracaso. Y, si no, que se lo pregunten a ese cazador leridano que fue atacado no hace mucho por una osa en el valle de Arán mientras participaba en una cacería, y no precisamente osera.

Bien es verdad que, al decir de la asociación ecologista Ipcena, la culpa de que el cazador recibiera un mordisco y un zarpazo no la tuvo la osa, sino el propio cazador, por no comportarse como es debido. Según la asociación, todo cazador debería saber que, en presencia de un oso, hay que hacer la esfinge. Nada de gritos ni de aspavientos. Quieto ahí, muchacho, calladito estás más mono; y a esperar que escampe. De lo contrario… Pero, más allá de esa inversión entre víctima y verdugo —a la que tan acostumbrados nos tienen, por cierto, determinados sujetos y colectivos cuando la violencia la ejerce el nacionalismo—, lo más relevante de las declaraciones del portavoz de Ipcena es la apostilla: «El animal, de todos modos, no tuvo intención de matar; si no, el hombre no lo habría contado». O sea que, encima, hay que darle las gracias. ¡Anda la osa!

Por lo demás, la bestia en cuestión ni siquiera es autóctona. Proviene de Eslovenia y, junto a una decena de congéneres, fue trasladada en 2006 hasta el Pirineo por nuestros vecinos franceses, de común acuerdo con el Gobierno español y su franquicia catalana. Vaya, que muy bien podríamos habérnosla ahorrado. Habría bastado con no caer en la tentación de restituir lo que llevaba décadas extinguido o en vías de extinción. En realidad, con el llamado oso ibérico hemos actuado exactamente igual que con la lengua. Cuando menos a tenor de lo ocurrido en algunas zonas de Navarra, donde la simple existencia de un topónimo vascuence, real o inventado, se ha erigido en razón más que suficiente para justificar el aprendizaje y la difusión de una lengua —el vascuence, por descontado— que llevaba siglos desaparecida de la región.

Pero no todo es importación en lo tocante a esta especie animal. En la cordillera Cantábrica, en los límites entre Castilla y León, Galicia y Asturias, también tenemos ejemplares autóctonos. Y la población, para desespero de los lugareños y alegría de los conservacionistas, no para de crecer. Milagros de la discriminación positiva.

Lo que nunca se nos ocurrirá, me temo, es convertir al ser humano en especie protegida.

ABC, 9 de noviembre de 2008.

¡Anda la osa!

    9 de noviembre de 2008