Sigo con verdadero interés el último rifirrafe entre la Comunidad de Madrid y su Ayuntamiento. Ya saben, lo del hombre anuncio. Y más desde que el hombre de la presidenta, Ignacio González, ha calificado de arbitraria, intervencionista e invasora de competencias la nueva ordenanza de publicidad exterior impulsada por la mujer del alcalde, Ana Botella, y ha amenazado con llevar la Corporación a los tribunales. (Y conste que, en la frase anterior, los términos «hombre» y «mujer» no cumplen otra función que la de anunciar el sexo de cada cual, por lo que muy bien podríamos estar, gramaticalmente hablando, ante un hombre anuncio y una mujer anuncio.)

Como es natural, lo que me interesa del rifirrafe no es tanto el enfrentamiento institucional como la suerte de un colectivo, por modesto que sea, cuyo oficio pende de un hilo normativo. De ahí que no pueda por menos que suscribir la postura del Gobierno regional, que antepone el derecho al ejercicio de una actividad laboral, libremente desempeñada, a cualquier otra consideración. Y, sobre todo, cuando la consideración en que se sustenta la cláusula prohibicionista es la necesidad de defender «la dignidad de la persona».

Yo no sé, francamente, qué hay de indigno en pasear por la calle emparedado entre dos tableros en los que se anuncian, por ejemplo, casas de empeños. La misma indignidad, supongo, que puede haber en repartir octavillas a la salida del metro con la dirección y los precios de ciertos tugurios donde, según dicen, dan de comer. O en obsequiar a los viandantes, cual una verdadera «Martina patina», con un reclamo de una multinacional alimenticia. O en vestirse, en fin, de Papá Noel para repartir, entre el personal callejero, y en especial entre los más pequeños, propaganda de unos grandes almacenes.

En este sentido, si lo que se pretende es regular la exhibición de cuanta publicidad exterior atenta contra la dignidad de la persona, no veo por qué el Ayuntamiento de Madrid no incluye en la nómina prohibicionista esos afiches gigantes que pueblan nuestras ciudades y en los que se exhiben homjavascript:void(0)bres y mujeres en la más fina de las lencerías, para vergüenza de quienes no poseemos semejantes cuerpazos. O, ya puestos, por qué no impide que las vallas publicitarias del municipio estén repletas de estrellas del deporte o del espectáculo —lo que viene a ser lo mismo—, prestas a asociar su imagen a cualquier producto mientras les paguen por ello. Aunque mucho me temo que, en este terreno, la máxima indignidad no es ninguna de las anteriores, sino la de esos políticos que, en vísperas de elecciones, estampan su cara en todo tipo de soporte para vendernos unas promesas que saben a ciencia cierta que no cumplirán.

ABC, 16 de noviembre de 2008.

La dignidad de la persona

    16 de noviembre de 2008