La presidenta del Gobierno Balear, Marga Prohens, ha asegurado que tanto el Estatuto de Autonomía como la propia legislación educativa “no permiten que haya segregación” en la enseñanza. Lleva razón. Segregar es marginar, relegar, perjudicar. Es decir, apartar con fines lesivos a una persona o a un grupo de personas del resto. Y en ningún renglón legal se prescribe que alguien pueda o deba sufrir un castigo de esta índole por motivos que no sean los estrictamente disciplinarios. Prohens también ha afirmado que, a ella en particular, el término segregación no le gusta, y menos para referirse a la lengua. Ocurre, sin embargo, que este es el término acuñado por la oposición social-nacionalista balear para referirse, tras posponerle el adjetivo lingüística, a eso que otros denominan libre elección de lengua. Y el término que replican los medios de comunicación públicos y subvencionados; los miembros más ideologizados del lobby educativo, tanto si pertenecen al profesorado o al alumnado como a los padres de alumnos; las entidades o asociaciones que viven del fomento de las llamadas “lengua y cultura” propias y del dinero público; y, en fin, a poco que se despisten, algunos concejales y diputados del mismísimo Partido Popular. Sólo los de Vox están curados de espanto y reivindican la libre elección de lengua, aunque tampoco sepan muy bien cómo llevarla a la práctica en el sistema educativo insular.
Hace un par de semanas, lo recordarán sin duda, el Parlamento autonómico no pudo aprobar el techo de gasto para el próximo ejercicio al negarle Vox al PP los escaños que precisaba para ello. El motivo no eran los grandes números, por descontado, sino las discrepancias entre las dos formaciones con respecto al ritmo de aplicación de la libre elección de lengua en la enseñanza pública. Cuando ambas firmaron a finales de junio el acuerdo de gobierno, se comprometieron a garantizar el derecho a elegir libremente la primera lengua de escolarización y a extenderlo a “todas las etapas educativas antes de acabar la legislatura, sin excluir ninguna de las lenguas cooficiales”. Lo que no fijaron fue el ritmo de aplicación. Y el PP, que es quien gobierna, lo quiere lento y gradual, con un calendario lo más inconcreto posible, mientras que Vox aspira a que sea justo lo contrario. En todo caso, el punto de encuentro debe producirse de un modo u otro esta misma semana, para que en la siguiente pueda aprobarse el techo de gasto y antes de fin de año los presupuestos. Y para que, por primera vez, una de las comunidades autónomas donde los gobiernos de izquierda y nacionalistas han impuesto un modelo de inmersión lingüística disponga de una planificación plausible para revertir dicho modelo y para que los ciudadanos que en ella residen empiecen a tener garantizado su derecho a la libre elección de lengua.
Que no resultará fácil, sobra añadirlo. Baste indicar que las fuerzas de choque opositoras ya velan sus armas, prestas a salir a la calle para defender lo que consideran su coto privado: la educación y su forma de concebirla. Con todo, el episodio no sólo debería servir para que el centro derecha insular, tras ganar limpia y holgadamente las elecciones autonómicas, ejerza el derecho a aplicar lo que las formaciones que lo componen llevaban en sus programas respectivos y acordaron en el acuerdo de gobierno que suscribieron, sino también para combatir la falacia en que se asienta el concepto de segregación lingüística. Para que exista segregación, tendría que darse previamente un conjunto, un todo, al que se priva de una parte, lo que no es ni puede ser el caso. A nadie se le ocurriría decir que los alumnos de un centro están segregados con respecto a los de otro centro simplemente porque no caben todos en el mismo centro. Tampoco que lo están los de un determinado nivel, porque el exceso de alumnado ha obligado al centro a dividir los de una misma edad en más de un grupo. Que el derecho a la libre elección lleve a crear más de una línea, una con la lengua oficial como primera lengua y la cooficial como segunda y otra en que la prelación sea la inversa no atenta contra derecho alguno; al contrario, garantiza el de los padres a escoger la fórmula que más les convenga. Lo que sí conlleva es una complicación organizativa y una partida presupuestaria mucho mayores para la Administración. Pero para eso está la Administración, ¿no?
En realidad, para hablar de segregación como hacen la izquierda y el nacionalismo tiene que haber habido con anterioridad imposición. Y no la del franquismo, como sostienen sus voceros, sino la que ellos mismos han practicado en plena democracia con la inmersión lingüística obligatoria en la lengua cooficial correspondiente. Visto así, no hay duda de que su tan cacareada segregación no es más que un bendito ejercicio de libertad.