Comprendo el desasosiego de tantos y tantos ciudadanos ante la situación política presente. Es más, lo comparto plenamente. Que el Gobierno de España en funciones, el gobierno que a todos representa, nos guste o no, depare cada día de forma directa o por vía interpuesta un espectáculo tan grotesco, vergonzoso y humillante, resulta difícil de soportar. Los últimos movimientos para lograr la investidura del candidato Sánchez están mucho más cerca del esperpento que de lo que cabría esperar de una negociación mínimamente formal, lo cual añade, si cabe, aún mayor gravedad al momento. Súmese a lo anterior, en el orden de lo esperpéntico, la rusticidad en las formas y la carencia de luces de la tercera autoridad del Estado, la socialista mallorquina que preside el Congreso de los Diputados, y se entenderá el grado de bochorno exhibido por quienes hoy nos gobiernan y representan.
En cuantas ocasiones el actual secretario general del PSOE ha alcanzado la presidencia del gobierno, lo ha hecho a costa de ir cediendo a las exigencias de la izquierda radical y los nacionalismos en sus respectivas locuras identitarias. Vistas en perspectiva, esas cesiones han seguido una progresión más geométrica que aritmética. A medida que Sánchez ha ido necesitando sus votos –no sólo ya para su investidura; también para aprobar los presupuestos y las distintas leyes, algunas tan trascendentes como la enésima de educación, la mal llamada de memoria democrática o las no menos mal llamadas de libertad sexual–, los cachos de legalidad a los que ha ido renunciando el Gobierno del Estado en beneficio de los intereses espurios y privativos de determinados colectivos minoritarios se han multiplicado. Pero, aun así, lo vivido estos días no tiene precedentes.
Habrán visto seguramente esa pequeña maravilla cinematográfica de los Hermanos Marx titulada Una noche en la ópera. De ser así, seguro que recuerdan la famosa escena del camarote. Justo antes de que en este se vayan amontonando toda clase de personajes, Groucho, de pie en el pasillo, llama al camarero y le indica qué desea para cenar: “Dos huevos fritos, dos revueltos, dos pasados por agua, dos en tortilla…” De pronto, se oye a Chico –que viaja, lo mismo que Harpo, escondido en el compartimento– exclamar: “¡Y también dos huevos duros!”. Groucho se lo repite al camarero, que va tomando nota, y entonces resuena un trompetazo de Harpo, lo cual lleva a Groucho a rectificar y a decirle al camarero: “En vez de dos pon tres”. La escena, lejos de terminar ahí, se va alargando con nuevas peticiones y nuevos trompetazos, como si no fuera a tener fin.
Ese gag se ajusta de modo bastante certero a la imagen que están trasladando las negociaciones de los independentistas de Junts y ERC con el PSOE, o sea, a las exigencias de todo tipo a que los primeros someten al segundo para lograr sus fines y a las renuncias de todo tipo a que el segundo está dispuesto para conseguir su objetivo. Con la diferencia, claro, de que aquí no estamos ante ninguna ficción. Al igual que el camarero de la película, lo mismo el secretario de Organización socialista Cerdán con Puigdemont que el ministro de la Presidencia Bolaños con Junqueras se limitan a ir tomando nota de lo que sus interlocutores les exigen y a concederlo, ya sea la amnistía –queda por ver si total o parcial–, la oficialidad de las lenguas cooficiales –de momento sólo en el Congreso–, las condonaciones de deuda pública o el traspaso a la Generalidad catalana de la red territorial de Cercanías. Pero Puigdemont y Junqueras, aparte de laminar el Estado del que aspiran a separarse, también compiten entre sí. Por una cuestión de huevos. Quien logre más que el otro y sea capaz de venderlo como un éxito entre los votantes de la región tendrá muchos puntos para ser, en 2025 o antes, el nuevo presidente de la Generalidad.
Pero, por suerte, las recientes actuaciones del CGPJ y de los jueces de la Audiencia Nacional demuestran que el Poder Judicial no está dispuesto a dar su brazo a torcer en defensa del imperio de la ley por muchas interferencias que reciba por parte de los demás poderes. Ni tampoco los ciudadanos que se manifiestan en las calles y allí donde haga falta en defensa de la igualdad y la libertad del conjunto de los españoles. Ni lo está, por supuesto, la Corona en su empeño por preservar la continuidad de nuestro Estado de derecho, encarnado desde 1978 en la Constitución que la heredera del trono acaba precisamente de jurar.