Este mediodía empieza en el Congreso de los Diputados el debate de investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. A juzgar por quienes han confirmado su apoyo al candidato, Sánchez contará mañana, tras el recuento de los votos, con 179 síes. No existirá pues otra emoción, en lo que respecta al resultado, que la derivada de un posible yerro a la hora de apretar el botón. Aun así, incluso en tal supuesto el candidato dispone de un colchón más que suficiente para que no salte la sorpresa.
Porque lo que no habrá es ningún diputado que cambie de parecer tras haberle dado unas cuantas vueltas a la trascendencia de su voto. Ninguno va a plantearse lo que supondrá para el Estado de derecho y la consiguiente separación de poderes la aprobación de una proposición de ley como la de amnistía; el alcance que tendrá para la financiación del resto de las comunidades autónomas de régimen común la condonación parcial de la deuda al Gobierno de la Generalidad catalana, o los traspasos de distinta naturaleza acordados sobre todo con los nacionalismos catalanes y vascos –por no hablar, claro está, de ese apoyo de EH-Bildu a la investidura “a cambio de nada”, tras el que se esconden muy probablemente medidas relacionadas con los presos de ETA–.
Los diputados de los partidos nacionalistas no van a plantearse nada de esto como no sea para frotarse los ojos de incredulidad y contento. Al fin y al cabo, son ellos los grandes beneficiarios de lo acordado. Sus demandas han sido atendidas casi por completo, sin apenas regateo, y pueden alardear ante los suyos del botín obtenido y de seguir troceando España a fuego lento –y enfrentando de paso a los españoles entre sí–. En cuanto a los de Sumar, esa muleta chavista de la que se sirve Pedro Sánchez para sus fines y que reúne a lo más florido de la izquierda identitaria, ¿qué más les da a sus componentes el engorde del separatismo? Siempre se han mostrado muy comprensivos con sus propósitos y, si no fuera por la necesidad de contar con un espacio propio, es decir, con unas ubres de dinero público que les amamanten, seguro que muchos de ellos ya formarían parte de sus filas.
Caso distinto es el de los diputados del PSOE. O debería serlo al menos, atendiendo a su filiación socialdemócrata y a su viejo respeto por la Constitución y el Estado de derecho. Pero de los 121 que integran el grupo y que amparan esa proposición de ley de amnistía, ninguno va a abstenerse o a votar en contra mañana. Ninguno hará lo que Pedro Bofill, exdirector de El Socialista, les pedía hace unos días en una entrevista en El Español: votar en conciencia y rechazar de este modo la amnistía. Aunque nadie podría impedirles hacerlo, tienen todos y cada uno la voluntad comprada. De su obediencia ciega al partido –o, si lo prefieren, al dictado del líder– depende su futuro político, lo que muy a menudo es también su futuro económico. Y eso que existe un precedente en el propio PSOE del voto en conciencia. En octubre de 2016, quince diputados del Grupo Parlamentario se negaron a secundar la decisión de la Gestora de abstenerse, tras el rocambolesco Comité Federal que descabalgó a Sánchez de la secretaría general. Para justificar su voto en conciencia, su no al candidato del PP, adujeron que se habían presentado a las elecciones con el compromiso de no hacer presidente a Mariano Rajoy.
Pero hay otro factor de cohesión del grupo parlamentario que no se daba hace siete años –o no con semejante intensidad, al menos– y sí se da en estos momentos: el meramente ideológico. El odio visceral a la derecha. A la derecha como un todo –si se exceptúa, claro, la blanqueada por el nacionalismo–, una derecha a la que hay que odiar y combatir por principio, recurriendo, si cabe, a falsear la realidad pasada y presente, en una lucha que se ha convertido ya, a estas alturas, en la única razón de ser del PSOE. Y, para muestra, lo que va de ayer a hoy. Si entonces una quincena de diputados alegaron que votaban en conciencia para no traicionar el programa con que el partido había concurrido a las elecciones, ahora, aun cuando el partido hubiera proclamado a los cuatro vientos antes del 23 de julio que no habría amnistía, ya ven dónde estamos. Prietas las filas y con la conciencia por los suelos. Ya lo advirtió Jean-François Revel a comienzos de siglo: “La ideología es una máquina de rechazar los hechos siempre que estos puedan obligarla a cualquier modificación. Sirve también para inventarlos, siempre que estas invenciones sean necesarias para perseverar en el error”.