Algo no funciona en un país cuando su política exterior debe leerse en clave exclusivamente interna. Digo exclusivamente, porque cualquier gobierno de un Estado de derecho –de los que no pueden considerarse como tales, mejor no hablar– se mueve en parte en el exterior con arreglo a sus propios patrones ideológicos y a determinados acuerdos a los que ha llegado con otras fuerzas políticas. Pero entre esas fuerzas políticas no sólo están las que le permiten gobernar en la medida en que le prestan su apoyo en las Cortes, sino también las que conforman la oposición y están llamadas, por el principio de alternancia de todo sistema democrático, a sucederle tarde o temprano en el poder.
Hasta la guerra civil –y excepto en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera–, al Ministerio de Asuntos Exteriores se le conocía en España como Ministerio de Estado. El término recogía sin duda mucho mejor que el actual la esencia de su función: encarnar la representación del Estado (español) en el mundo. De ahí que las grandes líneas estratégicas de este Ministerio, se llame ya como se llame, deban contar, si no con la plena conformidad, sí al menos con un mínimo asentimiento de la oposición, en la medida en que a esta le corresponderá gestionarlas en el futuro. Y algo parecido puede afirmarse de la lucha antiterrorista. De hecho, así fue en nuestra España constitucional hasta la víspera de la guerra de Irak y el alineamiento del Gobierno de Aznar con Estados Unidos y el Reino Unido. Y en cuanto a la lucha antiterrorista, hasta la llegada del falazmente angélico Rodríguez Zapatero a la presidencia del Gobierno. Un gobierno, el de este último, cuyo buenismo redentor se proyectó asimismo en aquella Alianza de Civilizaciones que él mismo se sacó de la chistera y que el ministro Moratinos puso en marcha. Los frutos, al margen del cargo cosechado por Moratinos –Alto Representante de Naciones Unidas para la Alianza de Civilizaciones desde 2019–, a la vista están. Basta dirigir la mirada hacia Gaza.
Más allá del enfermizo afán de protagonismo que lleva al presidente Sánchez a meterse en cuantos jardines se le ponen a tiro, no me cabe la menor duda del peso que la herencia de Rodríguez Zapatero en el tablero de la política internacional ha tenido en el impresentable e irresponsable papel interpretado en su reciente visita a Gaza. Su presunta equidistancia humanitaria, claramente desmentida por las antagónicas reacciones del Gobierno de Israel y de la organización terrorista Hamás a sus declaraciones –o sea y respectivamente, su rechazo y su aplauso–, era sin duda un tributo a la pata gubernamental condescendiente con el terrorismo palestino, lo que inducía a leerla sobre todo en clave interna. Pero reflejaba a la vez un antiamericanismo de raíz o, si lo prefieren, un comunismo latente en buena parte de la izquierda europea, para el que Israel constituye una réplica del imperialismo estadounidense, al que por supuesto hay que combatir sin reservas.
En los anteriores mandatos del actual presidente del Gobierno, la política exterior española se había movido por lo general dentro de parámetros más o menos homologables con los de los gobiernos de Rajoy. Había habido, es cierto, algunos episodios detonantes: así, el Delcygate o el aval a las tesis marroquíes sobre el Sáhara Occidental. Pero en general, insisto, las políticas fueron de continuidad. El ejemplo más notorio, y el que más contrasta con la actual postura de Sánchez en el conflicto de Gaza, es sin duda alguna su comportamiento cuando la invasión de Ucrania por parte de Rusia, plenamente acorde con el adoptado por la Unión Europea. Tuvo en su gobierno ministros –más bien ministras–, pertenecientes todos a Podemos, que expresaron entonces su discordancia abogando por un alto el fuego que legitimaba la invasión. Pero ello no modificó la política del Gobierno, una política de Estado que contaba con el apoyo de la oposición.
Lo de ahora es distinto. Ahora la oposición es esa derecha sin matices contra la que hay que levantar un muro o, echando mano de la conocida frase de Clausewitz, emprender una guerra que no es sino la política continuada por otros medios. Es verdad que esos medios, en España al menos, son hoy de otra naturaleza. Pero también traen consecuencias. Por ejemplo, en esta Unión Europea que hasta hace poco parecía bailarle el agua a Sánchez y cuyo Parlamento debatirá el próximo mes, por iniciativa del Partido Popular Europeo y con el apoyo de los liberales de Renew, los efectos de la ley de amnistía. O sea, eso que el superministro Bolaños considera un asunto interno.
Claro que, para asuntos internos trasladados fuera de las fronteras del Estado con la aquiescencia del Gobierno, el que esta semana va a empezar al parecer a tratarse en Ginebra entre PSOE y Junts, con verificador internacional incluido, y que tiene como objeto un futuro referéndum de autodeterminación en Cataluña.
Menudo país, el nuestro, cuya política exterior, lejos de ser de Estado, se ha convertido en apenas semanas, por obra y gracia de quien preside el Gobierno, en un espectáculo abyecto y bochornoso.